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Colón: Shaná Tová

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Hace unas semanas, a raíz de un artículo de Fernando Escalante, tuve una breve discusión con mis colegas y amigos de La hora de opinar sobre el nacionalismo étnico en México. Javier Tello pensaba que no había tal corriente en la 4T, y que en todo caso pesaba poco ante el antirracismo de López Obrador. Héctor Aguilar Camín aceptaba que existe una veta de nacionalismo étnico en la 4T, pero que no será ni duradera, ni extensa, ni potente. Sigo sin estar tan seguro como ellos.

La decisión de la jefa de Gobierno de la Ciudad de México de desplazar a la estatua de Cristóbal Colón de Reforma a la alcaldía Miguel Hidalgo y de sustituirla con una de Tlalli, una mujer olmeca resistente, constituye una poderosa señal. Todos sabemos que Colón no fue retirado el año pasado para ser restaurado; lo quitaron para evitar tener que protegerlo de actos de vandalismo el 12 de octubre. Las autoridades prefirieron, quizás con tino, evitar una trifulca donde ellas se colocaban del lado de los colonizadores, y los manifestantes del lado de los colonizados.

La estatua de Colón es la escultura, la glorieta, el hotel que ahí se encuentra, y el referente de millones de capitalinos desde que existe (llegó a Veracruz en 1875). Se trata de una figura histórica que obviamente no desembarcó nunca en suelo mexicano, pero que por los abusos de sus hombres en La Española se puede considerar como el precursor de los conquistadores que depredaron y vejaron a los pueblos originarios de toda América. Por cierto, habría que considerar cambiar este último sustantivo geográfico, ya que proviene de otro italiano que ni vela tuvo en el entierro, pero igual generó consecuencias nefastas a partir de sus relatos basados en sus dos viajes al “Nuevo Mundo”.

Se han derribado o trasladado estatuas de Colón en Barranquilla, Colombia, en Baltimore, Estados Unidos, y en varias otras ciudades (Buenos Aires, La Paz, Los Ángeles, San Francisco y Caracas). En Nueva York, a pesar de algunos intentos, ha resultado difícil quitar al navegante sanguinario de Columbus Circle, ya que su monumento es en realidad un homenaje a las raíces italianas de la ciudad. Allá lo ven como un héroe representativo de las glorias de la Italia renacentista, como Maradona para los argentinos, por ejemplo.

La Ciudad de México es una metrópoli extensa, con múltiples y extensas avenidas y parques donde colocar estatuas. Si se quiere erigir un monumento a la resistencia de las mujeres de los pueblos originarios, o simplemente a su existencia, abundan los sitios para hacerlo. Se podría uno preguntar, en todo caso, ¿por qué no mudar la de Cuauhtémoc a Polanco y colocar a Tlalli en Insurgentes y Reforma? Obviamente ni Colón, ni los Olmecas, ni la resistencia cultural tienen nada que ver con todo esto.

Basta mencionar a algunos de los mandatarios que mandaron retirar estatuas de Colón en el mundo. Hugo Chávez le impuso un juicio simbólico a Colón en 2004, y en 2009 ordenó retirar la última estatua de Colón en Caracas. Cristina Fernández hizo lo mismo en Buenos Aires, aunque no ha podido cambiarle el nombre al teatro más importante de la capital argentina. Evo Morales hizo lo propio en Bolivia.

La jefa de Gobierno sabe que enfrenta varios retos en su campaña presidencial. Uno de ellos es ser mujer: en México, a diferencia de países más avanzados —Argentina, Brasil, Chile, en nuestra región— las encuestas muestran renuencia. Otro es ser chilanga: desde Carlos Salinas, todos los presidentes han sido originarios de otras regiones de la República, o han presumido serlo. Y, por último —y yo puedo atreverme a decirlo—, es paisana en un país todavía manchado por el antisemitismo. ¡Qué mejor que quitar a Colón y poner a Tlalli! Se vale mamar, pero no se lleven la vaca. Shaná Tová.

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