Una sola lectura al perfil público de Gustavo Petro debería servir para entender quién es y a cuáles intereses responde el candidato a la presidencia de Colombia por la coalición de izquierda radical Pacto Histórico. Un prontuario repleto de hechos nada enaltecedores configura el currículo de este personaje y sin embargo ocho millones y medio de sus conciudadanos le han otorgado su voto para que aspire, en una segunda vuelta, a la presidencia de su país.
Quienes piensan que este individuo es capaz de llevar a cabo una transformación para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos se equivocan de plano. El cordobés tiene ejecutorias que exhibir, pero no es precisamente en el terreno de la creación de un mejor entorno para el desarrollo de los individuos. Por el contrario, dedicó buena parte de su vida de joven a apoyar a la guerrilla urbana del M19, que se empeñaba en combinar la política con el uso de las armas y que perpetró crímenes imposibles de olvidar para la sociedad de su país como lo fue el atroz asalto al Palacio de Justicia que dejó en 27 horas 110 muertos, 11 de los cuales eran magistrados. Nuestro hombre era, en aquellos instantes, el tambor mayor de ese movimiento guerrillero. Pero la idea no es detenernos a narrar las atrocidades de esta criminal asociación, sino poner de relieve hechos que han motivado el apego del candidato presidencial.
Tampoco nada que valga la pena destacar surge de observar su paso por los cargos públicos desempeñados. En la Alcaldía de Bogotá era notorio cómo los funcionarios le renunciaban ante su incapacidad en el manejo de los asuntos de la capital. La peor crisis sanitaria vivida en la ciudad de Santa Fe se le debe a la gestión de Gustavo Petro que terminó con sanciones de la Superintendencia de Industria y Comercio para los entes regionales responsables. Ni en movilidad ni en educación, que eran las áreas en las que prometía excelencia, se produjeron mejoras significativas.
Un hombre gris e ineficaz, pues, es este que apenas ha acertado en el terreno político a blandir el eslogan del cambio con el que sueñan los colombianos, sin que su programa de gobierno sea capaz de diseñar una verdadera transformación capaz de extraer de la pobreza al inmenso conglomerado colombiano que vive dentro de ella, ni de promover una recuperación y dinamización económica que lo haga factible.
Si Colombia se enrumbara por un camino de progreso, retornara a los momentos en que si representaba un imán para las inversiones extranjeras y sacaba real provecho de sus potencialidades, el panorama para Venezuela sin duda sería positivo. La fortaleza de un binomio de países aperturistas, defensores del libre mercado y respetuoso de las libertades y los derechos de los ciudadanos, dotado de un conglomerado de consumidores superior a los 80 millones de personas y poseedor de cuantiosas reservas petroleras no podría ser mayor. Pero ni Petro está bien ubicado dentro de su país para ello ni Nicolás Maduro tampoco lo está por el otro lado del Arauca. Y ni uno ni otro contarán con la mano amiga estadounidense que tanta importancia reviste para los países del continente.
Los dos países contaminados de terrorismo, narcoguerrilla y bandas criminales, castigados por migraciones masivas de sus poblaciones rurales y aspirando a convertirse en los mejores agentes del Foro de Sao Paulo y del Grupo de Puebla, distan mucho de ser polos de atracción para un mundo que sí está en plena transformación, pero en búsqueda de la eficiencia, la productividad, el progreso tecnológico y el respeto por sus ciudadanos.
Así pues, nada indica que un Gustavo Petro presidente pueda servir a cada uno de los dos países a superar el marasmo en que se encuentra por razones diferentes.
A votar bien llaman de aquel lado de la frontera. La opción correcta no es la de Gustavo Petro.
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