Concluye una semana de advocaciones marianas —la Virgen del Valle, patrona de Oriente, el miércoles; y la Coromoto, de Venezuela toda, el sábado— y en torno a ellas pude haberme explayado y cumplir en sana paz con la Iglesia mi compromiso dominguero, pero no pasé de las primeras líneas, pues, cuando acometía su pergeño, supe de la orden de arresto librada por la pareja dictatorial nicaragüense contra el escritor Sergio Ramírez, exvicepresidente de la nación centroamericana, quien se encontraba en el exterior presentando su último libro Tongolele no sabe bailar. Me entraron irresistibles ganas de parodiar el título y agregar… pero meneaba la antífona con fundamento y como Dios manda; sin embargo, se me apagó el bombillo y volví al ritornello de costumbre.
Hay gente con dinero de sobra abocada a la acumulación compulsiva de objetos sin importar su costo, rareza, utilidad, procedencia o dimensiones. Adquieren miniaturas en el Lejano Oriente, purasangres en Inglaterra, barajitas de beisbol en Cooperstown o muñecas de tamaño natural en sórdidos sex shoppings de Hamburgo. Por ociosidad, placer estético o interés crematístico, atesoran obras de arte, monedas, estampillas, animales o cualquier otra cosa viva o inanimada capaz de ser catalogada y, desde luego, exhibida, canjeada y vendida. Pablo Neruda coleccionaba caracolas. También mascarones de proa — tuve la oportunidad de admirar algunas de esas curiosas y emblemáticas insignias, adquiridas probablemente en un museo náutico a punto de cerrar sus puertas o en turbios fondeaderos caribeños y cementerios marinos del Pacífico, entre ellas la de una sirena de generoso y oferente tetamen, en visita dispensada a Isla Negra, en compañía de Miguel Henrique Otero, Gustavo Méndez Andrade y un galón de buen whisky escocés—. Existen acumuladores de sueños y fantasías: antólogos de espejismos, quimeras e iluminaciones de la «segunda vida» poetizada por Gérard de Nerval. Jorge Luis Borges publicó en 1971 un florilegio de episodios oníricos —Libro de sueños— y, en sucinto y erudito prólogo acarició (sin suscribirla) una tesis peligrosamente atractiva: «Los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de los géneros literarios».
«¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, /una sombra, una ficción, /y el mayor bien es pequeño:/que toda la vida es sueño, /y los sueños, sueños son». Este fragmento pertenece al soliloquio de Segismundo, personaje principal de La vida es sueño (Pedro Calderón de la Barca, 1635) —«pretexto de la obra», a juicio crítico de un internauta sabiondo—. Viene a cuento, no por creerme producto del delirio de un dios durmiente o la alucinación de un demonio —el hinduismo nos imagina como un sueño de Brahma y, en Las ruinas circulares, el citado Borges nos asombra con el ominoso hallazgo de un innominado y taciturno individuo empecinado en soñar un hombre «con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad» y, a la larga, «con alivio, con humillación, con terror», saberse invención onírica de otro. A pesar, de la formidable y lúdica especulación del autor de El Aleph, prefería no ser soñado y pensar en la nefasta realidad nacional como una pesadilla de la cual despertaremos en algún momento.
La apropiación indebida del texto de Calderón responde al lenguaje figurado de dos hombres de cuyas actuaciones depende el porvenir de nuestra desgraciada tierra de gracia: Juan Guaidó y Nicolás Maduro (el orden es puramente alfabético). Mientras se multiplicaban las conjeturas y aumentaba la expectación sobre la factibilidad de una mínima concertación entre los procónsules del régimen y una delegación opositora golpeada o minimizada por el apocamiento emocional de la población, inherente al cortoplacismo exigido olímpicamente al interinato para poner término a la usurpación (este vocablo cayó en el olvido), y, en gran medida, a la pandemia de la covid-19, Nicolás Maduro, aprovechó el bajón en el perfil del hasta ahora más eficaz e internacionalmente mejor posicionado de sus adversarios y, abusando de su mal habido poder político y de la hegemonía mediática, le insultó una vez más: «Guaidó es un pelele y sueño con el día en que pague por lo que ha hecho», afirmó, sin pararle medio a los exiguos acuerdos rubricados en México por sus gonfalonieros y los representantes de la escarnecida plataforma unitaria —saludos a la bandera «sepultados bajo un lenguaje críptico» tal destaca El País en el editorial Venezuela pacta (08/09/2021); aunque, reza el lugar común, algo es algo y peor es nada—; por su parte, el injuriado dirigente de Voluntad Popular, en su trece respecto a la inconveniencia de participar en comicios bajo sospecha, y en sintonía con el criterio mayoritario, se limitó a replicar: «Yo sueño con una Venezuela libre y democrática».
El sueño de Maduro es en realidad la torva obsesión de quien pasa las noches sin pegar un ojo, mirando al techo, o sumido en agitada duermevela sin poder sacarse del magín el blanco de sus dardos envenenados ni la imagen de Alex Saab tras rejas gringas, vistiendo un mono anaranjado y cantando el aria de la corrupción en do sostenido —al psico negociador, a su regreso del conversatorio mexicano, le convendría analizar la angustias y quebrantos de su patrón, no desde perspectiva freudiana, sino con la lente del materialismo dialéctico y patético—; el de Guaidó, en cambio, pudiese ser el desiderátum de un demócrata ingenuo. Las ocho palabras de su respuesta al te espero en la bajadita del pseudo presidente bolivariano deben asumirse como síntesis de su ideario político. El 28 de agosto de 1963 (se acaban de cumplir 58 años), Martin Luther King cautivó a la multitud congregada en la capital estadounidense entre los monumentos a Lincoln y Washington con un discurso tenido entre los más importantes de la historia norteamericana. Pieza maestra de la oratoria, I have a dream (Yo tengo un sueño) constituyó un punto de inflexión en la larga lucha en pro de los derechos civiles en una democracia desequilibrada. Los sueños de Nico y Juancho son intrascendentes y carecen de esa carga emotiva. Los del primero, porque son retóricas alegorías propias de la cursilería chavista; los del segundo, por su carácter de monotemático retintín. No hay imaginación ni creatividad en ninguno de los dos discursos. No emocionan y son ajenos a la odisea cotidiana del ciudadano cualquiera en procura de subsistencia. Dejemos de momento las ensoñaciones, pongamos pies en tierra y examinemos, a vuelo de pájaro, lo acaecido en el match promovido y arbitrado por el reino de Noruega.
«Las negociaciones están acabando con el futuro democrático de Venezuela«, sostuvo Milos Alcalay. Sin compartir tan deprimente vaticinio, muchos temen una cohabitación pactada con el enemigo, a fin de oxigenarle e insuflarle un segundo aliento. De ser así, tiene sentido el tremendismo del embajador en la ONU; empero, creo, las negociaciones corren el riesgo de fracasar porque difícilmente haya consenso en torno a la posibilidad de levantar las sanciones al gobierno de facto a cambio de un proceso garantizado de elecciones libres, entre otras cosas, porque el cese de las penalizaciones al funcionariado revolucionario, y de la requisitoria contra Maduro, Cabello, Padrino & Co. no obedece a dictados de la plataforma unitaria, sino a los de actores ausentes en la conversadera —Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea—. En este punto no resulta superfluo, con relación a la presunta marcha viento en popa del tú y yo mexicano, remitirnos a Esopo y recordar El parto de los montes: los montes, antes de parir anuncian el alumbramiento con terribles señales; y, a pesar de sus feroces rugidos, terminan dando a luz un insignificante ratón. Con 2.600 años de antelación, el fabulista griego prefiguró el comportamiento socialista del siglo XXI: mucho ruido y pocas nueces. Buche y pluma no más y, sobre todo, escaso sentido de las proporciones y falta de exceso de ignorancia —gracias, Cantinflas—. Pero, como hubiese afirmado Yogi Berra, «el juego no se acaba hasta que termina». Soñar no cuesta nada y de sueños también se vive. El país hastiado y poco ilustrado compró el sortilegio verde oliva, se adhirió sin pestañear siquiera a la delirante fantasía del comandante eterno, sucesión de desatinos sin solución de continuidad de quienes procuran imponer a toda costa un modo de dominación uniforme, y una sociedad en alto contraste, sin grises ni matices, dividida entre una minoría tiránica y absolutista, y una dócil y obediente mayoría sometida a sus caprichos. Es el sueño de quien duerme plácidamente y a pierna suelta sin ser perturbado por los muertos, heridos, torturados y detenidos que deberían pesar sobre su conciencia y, por lo visto, le saben a soda; es, en definitiva, el sueño del «hombre que arruinó el país con las reservas petroleras más grandes del mundo». Póngale nombre, amigo lector, y recuerde: «Cualquiera que despierto se comportase como lo hiciera en sueños sería tomado por loco» (Sigmund Freud).
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional