Mi hermano Pablo fue destacado traumatólogo. ¡Eminente! Acometió duras y difíciles operaciones arreglando huesos, corrigiendo fracturas, enderezando el cuerpo de mucha gente afligida por complicados trastornos óseos. Es más, una vez le pidieron que operara a un caballo ganador en los hipódromos de varias carreras porque sus dueños angustiados no encontraban a ningún veterinario capaz de intervenirlo. ¡Pablo lo hizo! El caballo se recuperó y ganó una o dos carreras más y finalmente lo destinaron a la no menos excitante y jubilosa tarea de traer potrillos al mundo.
Cuando le manifesté a mi hermano mi asombro por su decisión de especializarse en la mano después de haber explorado las duras piezas que forman el esqueleto de los vertebrados, mostró su propia mano y me dijo: “¡Es un universo!”. Una intrincada red de huesecillos, ligamentos, articulaciones que constituyen un prodigioso y agigantado microcosmos que es, al mismo tiempo, herramienta de trabajo. Todo lo hacemos con las manos; todo lo construimos y todo lo derribamos y con ellas acariciamos y rozamos nuestros cuerpos y los cuerpos ajenos cuando los hacemos nuestros y sentimos la frescura y el anhelo de vivir cuando los dedos entran en contacto con la superficie que adoramos o queremos conocer. La mano simboliza acción, poder y dominio. Es emblema de realeza y representa a la justicia: de allí la imagen visual de la Mano de la Justicia o caer simplemente en manos de ella.
Se habla con reverencial temor de la Mano de Dios y es popular la estampa de la Mano de Cristo con la cicatriz del clavo que la profanó y por encima de cada uno de los dedos estirados pueden verse bellos ángeles y querubines.
Para el monje Zen el ejercicio más simple de concentración es el de dar varias vueltas alrededor del mundo sin salir de su celda. Lo logra, desde luego no por el sueño sino por el pensamiento. Hay otro ejercicio igualmente cándido y simple: escuchar el rumor de los árboles cuando no sopla el viento.
Personalmente, llevo varios años intentándolo infructuosamente. Pero el más difícil de alcanzar es ¡escuchar el sonido de una mano!
Dice Cirlot en su Diccionario de símbolos que la mano colocada sobre el pecho indica la actitud del sabio; en el cuello, significa la posición del sacrificio. Las dos manos unidas, matrimonio místico; sobre los ojos, clarividencia en el instante de morir y nuevamente entrelazadas, expresan la unión ante el peligro y la fraternidad viril.
En cambio, hablar del codo, es decir, la parte posterior y prominente del brazo con el antebrazo, es aludir a la tacañería, a la ansiedad alcohólica cada vez que lo empinamos; es ver un trozo de tubo doblado en ángulo y, lo más triste y desalentador, ver a los presos circular codo a codo como se les veía en tiempos pasados: con los codos atados por detrás.
El virus chino llamado también la peste china ha obligado a la población mundial no solo a permanecer recluida y a lavarse las manos con bactericidas sesenta veces en menos de dos horas, taparse la boca y empapar las suelas de los zapatos con alcohol, sino a algo que encuentro ridículo por no decir abominable: saludarnos tocándonos con los codos en lugar de besarnos o darnos la mano, mirarnos a los ojos mientras decimos: ¡Hola, qué tal! Alguien me saludó por el teléfono y antes de colgar me dijo: cuando cuelgues lávate inmediatamente las manos porque has tocado el teléfono. Pero es mi teléfono, contesté. Es por si acaso, respondió y colgó. Permanecí sentado: ¡El virus no lo está matando, pensé; pero lo tiene loco!
¡Somos del trópico! ¡Somos caribes! ¡No somos ingleses! Abrazarnos es sentir el calor de los afectos. El aire tibio de la amistad, la energía que trasmitimos a través de los cuerpos, las manos que se confunden y se hacen una al estrecharse y convertirse en saludo afable. Se dice del jardinero o del esposo enamorado que tienen buena mano cuando florecen o se apaciguan los motivos de sus preocupaciones.
Ignoro cuáles serán las nuevas rutinas personales y los novísimos comportamientos sociales que advendrán una vez que el planeta emerja de la pesadilla de la peste china y deje de echar pestes contra los de tez amarilla y ojos rasgados. ¡Pero esta de saludarnos tocándonos con los codos será una que no aceptaré! Nada tengo en contra de los gestos sofisticados y vespertinos, pero saludar con el codo impone cierto movimiento del torso y de la cintura que no parece acorde con el tradicional abrazo, el gesto viril o la elegancia de estirar la mano y estrechar la que se nos tiende.
Los criminólogos venezolanos en los años treinta y cuarenta del pasado siglo sostenían que en las cafeterías chinas de Caracas el dependiente repetía la orden del parroquiano: ¡Mira, chino marico dáme un dulce de higo ahí! Y el chino repetía: ¡Mila chinomalico dameúndulce de higoaí! Era porque acababa de entrar de manera ilícita al país y se veía obligado a aprender rápidamente el limitado lenguaje del cafetín. Afirmaban los expertos que jamás se veía un entierro de chinos y ningún chino aparecía retratado en los periódicos atropellado por una gandola. Se les llamaba “el peligro amarillo” y es posible que al verse se saludaran dándose con los codos. Pero nadie los vio nunca hacerlo porque entonces no pululaban los virus asiáticos y los chinos de Caracas se ocupaban solo de cosechar legumbres y lavar la ropa ajena.