1968 fue un año de convulsiones y revelaciones, un verdadero crisol de acontecimientos que sacudieron al mundo. Mayo francés, la masacre de Tlatelolco, la Primavera de Praga… En medio de ese torbellino, Robert Conquest publicaba El Gran Terror, un libro que, con su prosa desnuda y directa, desnudaba la brutalidad del régimen soviético. Conquest no se limitaba a relatar; ofrecía una crónica escalofriante de purgas y ejecuciones, donde cada detalle resonaba con un eco de verdad. Su obra, junto a El archipiélago Gulag de Solzhenitsyn, se convirtió en un pilar fundamental para entender el derrumbe de la URSS, ayudando a muchos a disipar sus dudas y a otros a cambiar de perspectiva, revelando la crueldad que se escondía tras el velo del poder. En el fondo, El Gran Terror, que hoy glosamos en lo que refiere al problema de la confesión, no solo informaba, sino que incitaba a la reflexión, convirtiendo el silencio en un grito.
Juicio de sombras
Un comunicado oficial del 14 de agosto de 1936, con la frialdad de un decreto inapelable, inauguraba lo que más tarde se conocería como los “Procesos de Moscú”. Era un documento que, en su sobriedad, escondía el abismo de terror que se avecinaba, un ritual macabro donde las vidas se convertirían en meras piezas de un juego de poder, y las verdades, en construcciones tan frágiles como los sueños de aquellos que un día se creyeron invulnerables. En las sombras del Kremlin, el eco de las voces condenadas empezaba a resonar, anunciando un espectáculo que, bajo el manto de la justicia, prometía despojar a los hombres de su dignidad, una vez más.
«La 1:45 de la tarde -relata Conquest- del 19 de agosto de 1936 (…) marca el comienzo de una serie de hechos que conmovieron y asombraron al mundo entero.» Ese instante se hundió en la memoria colectiva como el eco de un tambor de guerra y marcó el comienzo de un desfile de sombras que se alzaron ante un tribunal cuyas paredes parecían absorber la desesperación de la historia. Sergey Mrachkovsky, con su porte de viejo obrero y revolucionario, se erguía en el banquillo, el rostro surcado por las cicatrices de una vida de lucha y sacrificio. Nacido en la cárcel, donde su madre había pagado con años de prisión su fervor por el cambio, cada palabra que pronunciaba resonaba como una traición en el corazón de los que habían compartido su camino.
Era un hombre que había combatido en los Urales, un ferviente seguidor de Trotsky, un héroe de la Revolución, y ahora se convertía en el autor de su propia condena. Ante un público ávido de espectáculo, Mrachkovsky desnudó su alma, confiriendo a su confesión la gravedad de un sacramento. “Soy un traidor que debe ser fusilado”, repetía como un mantra, mientras el aire se impregnaba de una mezcla de asombro y repulsión.
Su voz se deslizaba entre recuerdos de gloria y sombras de culpa, evocando la camaradería de aquellos días de revolución y la traición que ahora manchaba su historia. No estaba solo; en los días siguientes, otros viejos bolcheviques se alinearon tras él, cada uno desgranando su condena como si se tratara de un ejercicio de purificación. Lev Kamenev se desnudó ante el tribunal, asumiendo el papel de «heces del país», mientras otros se autodenominaban «asesinos fascistas», dejando caer sus palabras como piedras en el estanque de una memoria colectiva que se agitaba.
Durante la época de Stalin, se implementaron cambios drásticos en la legislación soviética. Un decreto del 30 de marzo estableció penas de hasta cinco años de cárcel por portar cuchillos prohibidos. Un decreto del 9 de junio, que se incluyó en el Código Penal (artículo 58), introdujo la pena de muerte para quienes huyeran al extranjero, extendiendo responsabilidades a sus familiares. Esta medida reflejaba un enfoque represivo, incluso hacia aquellos que no tenían conocimiento de los delitos.
El 7 de abril de 1935 se aprobó un decreto que permitía aplicar penas, incluyendo la muerte, a partir de los doce años, lo que causó gran revuelo en Occidente. Aunque algunos interpretaron esta ley como un intento de fusilar a niños, su verdadero propósito era presionar a opositores amenazando con la ejecución de sus hijos. La elección de la edad de doce años puede haber estado vinculada a la situación de los hijos de opositores.
Confesiones en la sombra del poder
Sin embargo, la imagen de unánime rendición era un espejismo. En las sombras, había quienes, como Iván Smirnov y Holtzman, con una astucia que se asomaba entre sus confesiones, buscaban deslizarse entre las grietas del juicio. Y así, en un ciclo de dos años, el teatro del absurdo se repetiría; cada nuevo proceso, una danza macabra donde el delator y el delatado se entrelazaban en un laberinto de autorrecriminaciones.
Las confesiones se multiplicaron, aunque algunas se vieron matizadas por el miedo a la muerte. Krestinsky, atrapado en el titubeo de su propio horror, desmintió su declaración en un intento por recuperar un pedazo de su antiguo yo, solo para caer nuevamente en la trampa de la represión. Nikolái Bujarin, desafiante en su resistencia, se negó a aceptar la carga de crímenes que la historia intentaba imponerle. Y Radek, el traidor confeso, rápidamente recordó a los observadores que su confesión no era más que el producto de una noche en la oscuridad de la represión.
Pero en el fragor de estas escenas, donde las confesiones fluían como ríos de desesperación, la verdad se volvía un juego de espejos distorsionados. Los viejos bolcheviques, que habían sido pilares de un ideal, se convertían en sombras de sí mismos, cada uno arrastrando su carga de culpa mientras el mundo los observaba, atónito. Así, el eco de sus confesiones resonó a través del tiempo, un recordatorio del precio de la traición y la complejidad del alma humana, que nunca cesa de buscar redención, incluso en los momentos más oscuros. Las confesiones emergían como ecos de una realidad distorsionada, sembrando confusión entre un público que se debatía entre la incredulidad y el horror.
«Los viejos bolcheviques habían admitido en público su participación en planes y acciones criminales». Las voces de los antiguos bolcheviques, ahora enjuiciados, se alzaban en un coro desolador, cada una reclamando su culpa con una insistencia que hacía temblar los muros del juicio. ¿Eran auténticas sus confesiones? La pregunta flotaba en el aire como un fantasma, inquietante y persistente. Muchos se aferraban a la afirmación de que no había opción para los acusados; el peso abrumador de las pruebas, decían, había arrastrado a cada uno al abismo de la confesión. Pero la verdad se deslizaba entre sus palabras, revelando que, en el fondo, solo existía la confesión de otros, un laberinto de culpabilidades entrelazadas donde la única certeza era la sospecha.
Se decía que el hombre, sobre todo aquel que había conocido el poder, rara vez confesaba su culpabilidad. La historia del Partido estaba repleta de militantes que, frente a evidencias irrefutables, optaron por la negación, desafiando los hechos hasta el último aliento. Ahora, en esta peculiar ceremonia de autoinculpación, los antiguos guerreros de la revolución, Grigori Zinoviev y Lev Kamenev entre ellos, se entregaban a la narrativa de sus acusadores, abrazando el lenguaje del fiscal como si fuese su salvación.
La lógica del terror susurraba en sus oídos, haciéndoles aceptar que los crímenes que admitían eran atroces. Se convertían en meras sombras de sí mismos, repitiendo el mantra de la culpabilidad, como si su voluntad se hubiera desvanecido ante el implacable peso del poder.
Los observadores, tanto dentro como fuera de Rusia, se encontraban atrapados en un dilema. La aceptación casi servil de la opinión del fiscal por parte de los acusados parecía ser el indicio más certero de que todo era un elaborado teatro de lo absurdo. Las confesiones, en lugar de esclarecer, envolvían todo en un velo de incertidumbre, donde la verdad se desvanecía entre los hilos de la manipulación y el miedo.
Así, el tribunal se convertía en un microcosmos de la lucha por la verdad en un país donde la realidad era tan maleable como la arcilla en manos de un alfarero. Mientras las voces de los «traidores» resonaban, el mundo observaba, sin poder discernir si lo que presenciaba era una confesión sincera o un acto desesperado de sobrevivencia en un sistema que devoraba a sus propios hijos. La historia, una vez más, se tornaba un laberinto, dejando en sus giros y recodos la pregunta que resonaría por generaciones: ¿qué es la verdad cuando se enfrenta a la poderosa maquinaria de la traición? «La aceptación total de la opinión de sus acusadores era el indicio más fuerte y más seguro de la falsedad de todo el asunto.»
En una era marcada por la desilusión tras la revolución, las confesiones de viejos revolucionarios flotan como ecos en el Kremlin. El partido, un monstruo alimentado por el miedo, convierte a fervientes defensores en espectros en busca de redención. Los técnicos manipulan la verdad, forzando confesiones que encadenan a los hombres a su destino.
Las purgas eliminan a los disidentes, reescribiendo la historia con sangre. La oposición subestima la tiranía de Stalin, quien con astucia y violencia desmantela la revolución que creían inquebrantable. Así, el legado de la revolución se convierte en un destino traicionado, dejando a sus protagonistas como ecos de un pasado olvidado.
La tortura silenciosa
Cuando se trataba de desentrañar el oscuro mecanismo detrás de aquellas confesiones, la crítica más contundente y cínica no tardó en apuntar hacia la tortura. Era un camino predecible, pero inevitable. Nikita Khrushchev, en 1956, no vaciló en plantear la inquietante pregunta: «¿Cómo es posible que una persona confiese crímenes que no ha cometido?». Aquel interrogante reverberaba en los corredores oscuros de las prisiones, donde la dignidad humana se despojaba con cada golpe y cada susurro de tortura. Las imágenes de los prisioneros, despojados de su esencia, emergían como fantasmas en un pueblo que había olvidado cómo llorar. «No hay más que un método: la aplicación de presiones físicas, el empleo de torturas sometiéndole a uno a un estado de inconsciencia que le prive de su capacidad de raciocinio, arrebatándole su dignidad humana. Ésta fue la manera cómo se obtuvieron las confesiones».
Sus palabras resonaban como un eco en el vacío, una reflexión amarga y descarada ala vez sobre la condición humana. La respuesta era clara, casi escalofriante: la aplicación de presiones físicas, un arsenal de torturas diseñadas para despojar al individuo de su razón, de su dignidad.
En esa fría lógica, la tortura no era solo un método, sino una estrategia; no se trataba solo de infligir dolor, sino de aniquilar la capacidad de raciocinio, de convertir al ser humano en un objeto quebrado. Así se obtenían las confesiones, en un proceso que era, en esencia, un acto de violación de la esencia misma del ser. La dignidad humana se desvanecía en un susurro, como un eco que se perdía en las sombras de un régimen que no toleraba la disidencia.
El método, conocido con el nombre desolador de «la cadena», se erguía como un monstruo sin forma, un engranaje de tortura que se alimentaba de la resistencia de sus víctimas. No había necesidad de gritos ni de lamentos; la desolación se colaba en las venas de los prisioneros, transformando su carne en una pasta de sufrimiento. A la par que avanzaban las horas, el tiempo se convertía en un enemigo implacable. La primera noche era un desafío; al segundo día, la lucha era con el sueño, y al tercer día, los cuerpos cedían, quebrándose como cañas en la tormenta. Algunos hablaban de un abismo, un lugar donde las alucinaciones danzaban con las sombras y las moscas zumbaban como un coro macabro. El método, en su esencia cruel, no era un invento de la modernidad. Se decía que ya se utilizaba en las sombrías celdas de Escocia, contra brujas de tiempos pasados, un eco de una brutalidad que perduraba.
Resistir la presión
«El interrogatorio de Zinoviev y Kamenev estuvo a cargo de los funcionarios más veteranos, Agranov, Molchanov y Mironov. Zinoviev sufría entonces un ataque de hígado y se dejó para más tarde la rutina del interrogatorio. Una vez más escribió al Politburó aceptando vagamente la «responsabilidad» del asesinato de Kirov. El Politburó le contestó insistiendo en la necesidad de una «mayor sinceridad».
En cuanto a Kamenev, se intentó conseguir una confesión empleando los métodos habituales de interrogatorio. Mironov se encargó del asunto. Pero Kamenev le aguantó bien a pesar de todos sus esfuerzos, desenmascarando a Reingold en un «careo» y manteniendo un tono de firmeza general.
Mironov comunicó a Stalin que Kamenev se negaba a confesar, resumiendo más tarde a un amigo íntimo la conversación en que lo hizo:
—¿Crees que Kamenev conseguirá no confesar? — preguntó Stalin frunciendo ligeramente las cejas.
—No lo sé —replicó Mironov—. No se deja convencer.
—¿No lo sabes? —inquirió Stalin, mirando a Moronov con marcada sorpresa— ¿Sabes lo que pesa nuestro Estado, con todas las fábricas, la maquinaria, el ejército, con todo el armamento y la marina?
Mironov y todos los presentes miraron a Stalin sorprendidos.
—Piénsalo y contéstame —dijo Stalin.
Mironov se sonrió, creyendo que Stalin trataba de gastarle una broma. Pero Stalin no tenía cara de estar bromeando y siguió mirando con toda seriedad.
—Te estoy preguntando cuánto pesa todo eso —insistió.
Mironov estaba confuso. Aguardó un segundo, esperando que Stalin saliese con una ocurrencia graciosa, pero éste se limitaba a mirarle esperando una respuesta. Mironov se encogió de hombros y, como un estudiante a quien están examinando, dijo con tono titubeante:
—Nadie puede saber eso, Josif Vissarionovich. Daría una cifra astronómica.
—Bien, ¿y puede una persona resistir a la presión de una cifra astronómica? —preguntó Stalin en tono duro.
—No —replicó Mironov.
—Pues entonces no vuelvas a decirme que Kamenev, o cualquier otro prisionero, es capaz de resistir esta presión. ¡No vuelvas a informarme —dijo Stalin a Mironov— hasta que tengas en esa cartera la confesión de Kamenev!.
Aunque desde entonces se encargaría de Kamenev un matón de tercera fila, Chertok, no por ello se consiguieron mejores resultados, a pesar de que las habituales presiones de la falta de sueño, el hambre y las amenazas debieron empezar a minar su resistencia».
Degradación y rehenes
En un rincón polvoriento de la historia, donde las sombras se confunden con la luz, los métodos de Yezhov se alzaban como un ritual macabro, efectivo no solo contra los acusados no políticos, sino también contra aquellos que se creían indomables. Las confesiones de los líderes clandestinos polacos y de los pastores protestantes búlgaros, sometidos a la tormenta de la represión en 1949, revelaban la fragilidad de la resistencia ante un sistema que sabía manejar el miedo con precisión quirúrgica.
Los testimonios de estos hombres, despojados de su orgullo y su fe, se convirtieron en un eco aterrador de una conversión forzada. El pastor Naumov, en su discurso final, agradecía a la policía por su «amabilidad», su voz temblando bajo el peso de un reconocimiento que no era sino una confesión de culpa: «He pecado contra mi pueblo y contra el mundo entero. Ésta es mi resurrección». Era un acto de desesperación, una forma de renacimiento en un mundo donde las convicciones se desvanecían como sombras al amanecer.
Las amenazas contra la familia, como sombras alargadas en un atardecer interminable, se convirtieron en la más poderosa de las armas del tirano. No era una amenaza vacía; era una sentencia que se ejecutaba con la precisión de un reloj de arena, donde cada grano caía al compás de un corazón que palpitaba por sus seres queridos.
El eco de las confesiones resonaba en las frías celdas de la NKVD, donde el destino de Bijarin, Rykov y Krestinsky, hombres que solían ser la envidia de cualquier padre, pendía de un hilo tejido por la angustia de sus hijos. A medida que la presión aumentaba, las palabras de Kamenev y Rosengolts se convertían en una súplica silenciosa, un lamento en forma de defensa que buscaba salvar no solo su piel, sino también la de aquellos que llevaban su sangre.
Era un juego macabro, uno en el que el ser humano se convertía en la moneda de cambio de una ideología voraz. En 1930, las primeras sombras de represalias se dibujaron sobre los ingenieros apresados, y el decreto del 7 de abril de 1935, con su impronta de muerte, se convirtió en un espanto palpable. Los hombres del Politburó, a la sombra de una revolución que devoraba sus propias entrañas, se hallaban ante el dilema de un sacrificio más oscuro que cualquier autoinmolación que la tradición rusa hubiera conocido.
El silencio y la ausencia
En un contexto donde la realidad y la ficción se entrelazan, un proceso judicial revela secretos de una era, pero se convierte en un monumento al silencio. De cientos de nombres, solo dieciséis son juzgados, y tres eligen el suicidio ante un sistema cruel. Los verdaderos protagonistas, como Uglanov y antiguos bolcheviques, permanecen ausentes, sus historias ocultas en dossiers que reflejan un mundo perdido. Juicios secretos, declaraciones nunca escuchadas, y la memoria de aquellos que fueron líderes se desvanecen, mientras la historia intenta borrar sus ecos. El silencio prevalece, y la verdad de su existencia persiste a pesar de los esfuerzos por ahogarla. La lógica de su ausencia era clara: no podían ser presentados ante un tribunal que no buscaba justicia, sino una reafirmación de la fe en un sistema que se había vuelto insaciable.
En la memoria colectiva, surge la cuestión de por qué las confesiones eran tan buscadas por el sistema, que carecía de pruebas sólidas. Estos juicios se convertían en un teatro absurdo, donde la confesión se volvía el último recurso ante la falta de culpabilidad. Stalin no solo buscaba eliminar rivales, sino también despojarles de su legado moral y reforzar su propia autoridad. Las confesiones, aunque inverosímiles, despojaban al acusado de su dignidad, convirtiéndolo en un espectro. La maquinaria del interrogatorio, cruel y extensa, se volvía un ritual donde la apariencia pesaba más que la realidad, y la falta de confesiones justificaba la persecución de más enemigos. Así, la historia se tejía entre confesiones forzadas y silencios, resonando como un lamento eterno de un poder voraz que devoraba vidas y sueños.
En un país donde el poder distorsiona la realidad, las confesiones se convierten en un método macabro y estandarizado, sustituyendo pruebas tangibles. Un grupo de socialrevolucionarios en Ucrania se ve atrapado en un laberinto de delaciones, donde un acusado menciona a otro hasta llegar a implicar a un inocente profesor de geografía. Este grotesco espectáculo se basa en la idea de que la confesión es la única prueba válida, a pesar de ser obtenida bajo tortura. Vyshinsky considera que la forma de la confesión es tan importante como su contenido, mientras que Stalin se beneficia del control que ejerce sobre las vidas de sus opositores. La crónica de este absurdo revela cómo las confesiones se convierten en un eco de la voluntad del Estado, donde la verdad es eclipsada por la mentira y la propaganda.