El drama venezolano es un péndulo entre los extremos. La libertad siempre terminó acechada por quienes deseaban exterminarla, no es un caso exclusivo de la actual coyuntura, es algo construido desde la misma fundación de la República. Cualquier etapa que escojamos tendrá esta dicotomía, que generó traumatismos generalizados en el cuerpo social del país.
El sobresalto haciéndole carantoñas a la violación sistemática de la constitución del momento, cuando las leyes constreñían el interés por los abusos, surgían las noches oscuras de los motines, para poder guillotinar en nombre del régimen de turno. Las legislaciones bien administradas, eran un traje demasiado ceñido, para quienes representaban la voluptuosidad tiránica, un corsé ajustadísimo como el de cualquier chica francesa del siglo XIII.
Una muestra inequívoca del argumento que esgrimimos fue el diálogo entre Pedro Carujo y José María Vargas, en plena Revolución de las Reformas. Vargas había derrotado a Carlos Soublette, candidato apoyado por el general José Antonio Paéz. Santiago Mariño encabezó la sedición para destronar al presidente electo desde el mismo momento que este asumió el 9 de febrero de 1835. La espada se alzó en contra de la civilidad para querer deponer por la fuerza a quien había logrado granjearse las simpatías mayoritarias.
En Caracas, la rebelión estalla en la noche del 7 febrero 1835; tocándole a Pedro Carujo, jefe del batallón Anzoátegui y al entonces capitán Julián Castro, poner bajo arresto domiciliario al presidente Vargas. Es en este momento cuando ocurre el célebre diálogo entre Carujo y Vargas, en el que Carujo le dice a Vargas: «El mundo es de los valientes», a lo que contesta el mandatario: «No el mundo es del hombre justo; es el hombre de bien, y no del valiente, el que siempre ha vivido y vivirá feliz sobre la tierra y seguro sobre su conciencia».
Al poco tiempo, Vargas y el vicepresidente Andrés Narvarte salen desterrados para la isla de Saint Thomas. Veintitrés años antes el Generalísimo Francisco de Miranda es entregado por el entonces capitán Simón Bolívar, a la corona española. El venezolano más universal llamó: «bochinche» aquella acción que lo desterraba de su tierra. Era la misma lucha entre antagonismos henchidos de intereses. La eterna batalla que inmortalizó Rómulo Gallegos en Doña Barbara.
El enfrentamiento entre la civilización y la barbarie, creyendo impone cada uno su legado, tras el amor de Marisela, la desvalida joven hija de padre alcohólico, que representaba a la Venezuela secuestrada por la dictadura de Juan Vicente Gómez. La actualidad es la misma confrontación entre la libertad y quienes desean sepultarla definitivamente como hace doscientos años. Más de veinte años de abusos con prácticas dictatoriales, son el mayor aval de una política abusiva…
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