Según la Universidad Nacional Autónoma de México, la felicidad es un concepto subjetivo y complejo que se puede medir de diferentes formas. Algunos factores que se suelen considerar para calificar la felicidad son el PIB per cápita, el apoyo social, la esperanza de vida saludable, la libertad, la generosidad, la corrupción, la educación, la salud, el tiempo libre, el bienestar psicológico, la protección a la naturaleza, el valor de la comunidad y el valor de la tradición. La mejor manera de medir la felicidad es la autoevaluación, es decir, preguntarse cómo nos sentimos y qué nos hace felices.
Con base en lo anteriormente dicho, según el portal ciudadsostenible.eu, las diez ciudades con mayor índice de felicidad en el mundo, para 2023, son las siguientes: Helsinki (Finlandia), Aarhus (Dinamarca), Wellington (Nueva Zelanda), Zürich (Suiza), Copenhague (Dinamarca), Bergen (Noruega), Oslo (Noruega), Tel Aviv (Israel), Estocolmo (Suecia) y Brisbane (Australia); estas ciudades varían según otros portales, pero en general, casi todos los años, más o menos coinciden en que la mayor concentración de felicidad en el planeta, al parecer, está en los países nórdicos, aunque también es controversial, porque si hacemos el cruce de datos, son lugares donde se registran históricamente índices de suicidio elevados, lo cual conlleva a cuestionarse qué tan real es decir que se es feliz por el hecho de que las necesidades básicas están cubiertas y que la ciudad donde vives te da la oportunidad de tener un nivel adquisitivo elevado.
Cada año, la Organización de las Naciones Unidas publica el Informe Mundial de la Felicidad, cuyos resultados se obtienen a partir del análisis de los factores antes citados. En opinión de Boris Marañón Pimentel e Hilda Caballero Aguilar, investigadores del Instituto de Investigaciones Económicas y especialistas en el tema, la felicidad, definida según la Real Academia Española como un estado de grata satisfacción espiritual y física, no es un concepto universal, ya que depende de la cultura, la historia, las relaciones sociales y, sobre todo, la escala de valores de cada lugar.
“…hemos encontrado en nuestras investigaciones que la felicidad se relaciona con aspectos no sólo materiales, sino también subjetivos, por ejemplo, qué es lo que nos interesa y produce satisfacción en la vida. Así, desde nuestro punto de vista, al examen de la felicidad necesitamos incorporar la forma específica en que vivimos. En este sentido, lo central para nosotros es saber si la forma en que vivimos tiende a la horizontalidad, o sea, al respeto de la vida humana, de la vida de la Madre Tierra y de la interculturalidad. Porque hay muchas culturas que no son occidentales y están marginadas. Por lo tanto, una felicidad monocultural u occidental es insuficiente, pues deja fuera otras maneras de felicidad que, en términos afectivos más que materiales, están vigentes en otros lugares del planeta”, señala Marañón Pimentel.
No sé si se han percatado de que a veces las personas con menos acceso a recursos financieros muestran una sonrisa en su rostro con más frecuencia que los más “favorecidos”, económicamente hablando. Ahora bien, eso no quiere decir que sean más o menos felices, simplemente es la forma en que se abordan los desafíos en la vida, y quizás mientras más descomplicado y con menores responsabilidades (no necesariamente pecando de holgazán), más relajado y por ende, más desenfadado y espontáneo para afrontar el día a día. Viajar ligero, dicen por ahí.
Desde siempre, la felicidad se ha vinculado al bienestar, y éste ha estado asociado, durante mucho tiempo, al PIB per cápita. Sin embargo, en el Reino de Bután se creó en 1972 un índice de felicidad en el que también se tomaba en cuenta la salud, la educación, las relaciones sociales, etc. “Hoy en día, además de la salud, la educación, las relaciones sociales, las relaciones con el medio ambiente…, habría que incluir la participación en la toma de decisiones, ya que es fundamental para que una persona sienta que está viviendo bien y experimente satisfacción y felicidad”, indica Caballero Aguilar.
Basados en sus investigaciones, los investigadores universitarios han llegado a la conclusión de que es necesario cambiar el sentido de la organización de la vida en sociedad. “Si revisamos cualquier política pública, proyecto, investigación, acuerdo internacional…, veremos que el sentido de la organización de la vida en sociedad se orienta desde hace mucho tiempo a la acumulación y la reproducción de capital. Nosotros decimos que ese sentido debe cambiar y orientarse a la reproducción ampliada de la vida en general, esto es, de la vida humana y de la no humana. Las catástrofes que estamos viviendo obedecen a que hemos perdido la sensibilidad de las relaciones que algunas comunidades mantienen con la (et) tierra. Podemos destruirla, contaminarla, erosionarla, y no sentimos ninguna culpa. Entonces necesitamos romper con el individualismo extremo que prevalece actualmente y establecer relaciones de complementariedad e interdependencia entre nosotros mismos, así como con otros seres vivos y la Madre Tierra…”, afirma Caballero Aguilar.
La felicidad de una ciudad va unida, a la de sus ciudadanos. Pero, ¿de qué depende? ¿Cómo una ciudad puede contribuir al bienestar y la satisfacción de la comunidad que la habita? El contexto urbano mantiene una relación de reciprocidad con sus ciudadanos. Delimita las posibilidades de cohesión social y crecimiento económico que contribuyen al bienestar común. Se trata de un fenómeno que no se ha de infravalorar en un planeta cada vez más urbano, en el que 4.200 millones de personas viven en una ciudad y se espera que en 2045 sean 6.000 millones. Estimaciones de ONU, indican que en 2050, 75% de las personas terrícolas vivirá en ciudades. El secreto de la felicidad urbana presenta alguna complicación de base, que empieza por definirla y sacudir de algún modo la abstracción del término. Es decir, ¿de qué hablamos cuando hablamos de una ciudad feliz?
Podríamos acercarnos a decir que si identificamos a la felicidad como el valor de una ciudad para hacerse importante como un lugar positivo para la gente que vive allí. Pero, eso intrínsecamente está supeditado a la satisfacción de las necesidades grupales por sobre las individuales: pensar en colectivo. Entonces, ¿Qué hace falta para ello? ¿Una arquitectura más sostenible? ¿Más áreas recreativas? ¿Tener carriles bici? Sorpresa: no existe una tecnología para obtener la felicidad, pero sí unos valores comunes entre las ciudades con mejores notas en los rankings, que pudiera darnos una idea, cercana más no fidedigna, de lo que hace falta para introducir factores de felicidad en la planeación urbana y la ejecución de la política pública, con fórmulas que combatan la desigualdad y la exclusión, pero desde el bienestar y el acceso a los servicios públicos, de manera asequible, y a las oportunidades de estudio y empleo.
Los casos de las ciudades menos felices, determinadas por estos indicadores, no están concentradas en áreas geográficas, pero sí tienen algo en común: el sufrir o haber sufrido recientemente los estragos de un conflicto bélico, una fuerte inestabilidad política o catástrofes naturales de impacto prolongado, como es el caso de Puerto Príncipe, en Haití. Y nos pone a pensar también, que pocas veces aparecen las ciudades latinoamericanas en lugares privilegiados de estos registros anuales.
Existe una relación crucial entre la desigualdad, la pobreza y la seguridad urbana. Las ciudades juegan un importante papel para evitar la estratificación entre áreas o barrios. Por ejemplo, en Bogotá, Colombia, el 98% de los crímenes ocurren en sólo el 2% de sus calles. Alarmante esto. Pero también, encontramos hallazgos como que el hecho de facilitar el acceso a la salud, va más allá de los cuidados médicos directos, sino que otros tantos fenómenos, como la contaminación, tienen una implicación en poder vivir felices. En 2020, murieron de forma prematura en el mundo, unas 160.000 personas en las grandes ciudades, atribuible a la mala calidad del aire. Y allí, por ejemplo, nos hace pensar que ciudades como la zona metropolitana de Monterrey en México, pudieran verse dibujadas perfectamente en estas cifras, si no se aplican correctivos inmediatos a esta realidad que cada vez se hace más presente y con mayor intensidad.
Analizar el éxito nórdico, desmonta algunos de los mitos que se suelen tener para desacreditar el modelo escandinavo. Desde la homogeneidad de la población, al tamaño, el clima o la cantidad de suicidios. Los expertos de diversas universidades de prestigio, como Aalto y Tampere (Finlandia), Roskilde (Dinamarca) y Gothenburg (Suecia), desmienten una a una las explicaciones con las que se desafía la mayor felicidad reportada en las sociedades nórdicas.
No es cierto, dicen los investigadores, que estas sociedades sean más homogéneas. Al contrario, son heterogéneas. En Suecia, en torno a 19% de la población ha nacido en el extranjero. Y las ciudades, como cabe esperar, tienen más diversidad étnica. En cualquier caso, aunque algunos estudios han demostrado que la diversidad étnica revierte en peores niveles de confianza (por tanto, menor bienestar) el estudio aclara que cuando esto sucede se debe a las desigualdades económicas, y no a los elementos culturales o lingüísticos en sí. Y esto, además, ha sido demostrado con éxito en ciudades canadienses y australianas, por ejemplo, que han sido históricamente conformadas por migrantes.
Este entorno debe entenderse en un sentido amplio, es decir, tanto refiriéndolo al reducto de nuestra intimidad, nuestra casa, que podemos construir o decorar a nuestra imagen y semejanza, donde nos sentimos seguros y protegidos del exterior y donde atesoramos nuestros recuerdos; como también a la ciudad, que es el escenario por el que discurre una parte muy sustancial de nuestra actividad cotidiana y es el foco espacial para muchos de nuestros deseos. Se desprende así, de las investigaciones sociológicas realizadas, que la ciudad formaría parte de los requisitos necesarios para alcanzar esa felicidad tan anhelada.
¿Qué aportan las ciudades a la felicidad humana?, o, dicho de otra manera, ¿qué exigimos a nuestras urbes para conseguirla? La respuesta más frecuente ante estos cuestionamientos suele originar otra noción etérea y de difícil precisión: la calidad de vida. Si la ciudad provee calidad de vida a sus habitantes, estará incrementando su nivel de bienestar, que suele ser la palabra que actúa, en muchos casos, como un sinónimo pragmático de esa utópica felicidad que perseguimos. Ahora bien, este nuevo concepto nos abre una reflexión: en qué consiste la calidad de vida urbana.
“La calidad de vida asociada a las ciudades es un concepto discutido. Para algunas personas se asocia a virtudes que son más localizables en las ciudades pequeñas o en los pueblos. Así se habla de la facilidad para los desplazamientos (que suelen ser cortos y realizables a pie), o también de la personalización y de los lazos que se establecen entre los residentes (el hecho de que la mayoría de los ciudadanos se conozcan favorece encuentros fortuitos que refuerzan los vínculos entre ellos). Se habla igualmente del tiempo, que parece discurrir de una forma más lenta y relajada, y por lo tanto el estrés se vería reducido. Pero estas virtudes no son universales. Para otras personas, lejos de resultar condiciones virtuosas, les sugieren lo contrario, porque para ellos es preferible el anonimato que ofrece la gran ciudad, la velocidad del tiempo, los estímulos multiplicados y la proliferación de acontecimientos, o la existencia de ofertas de todo tipo y de oportunidades de promoción. No hay un consenso, ni puede haberlo, porque la selección depende de los objetivos de cada persona (que además pueden cambiar según el momento vital de cada una)”, afirman José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz, en una investigación.
Los temas abordados acostumbran a analizar el entorno sociopolítico y económico, y las oportunidades que genera; la oferta cultural, deportiva o de ocio; consideraciones asistenciales y de salud; los servicios públicos; el transporte; la seguridad; la asequibilidad a la vivienda; la disponibilidad educativa; aspectos climáticas y medioambientales; y hasta hay algunas investigaciones que pretenden recoger el carácter de las personas. Pero los resultados son tan dispares que es muy difícil encontrar dos rankings que tengan las mismas ciudades, aunque haya ciertas coincidencias. Lo cual nos pone en un plano subjetivo.
Estos informes, muchas veces, tienen más que ver con estrategias de marketing, que con el sentir real de sus ciudadanos. Algunas de las ciudades que copan los primeros lugares y son “vendidas” como paraísos urbanos, esconden caras ocultas que hacen que sus habitantes se sorprendan cuando conocen los resultados de los exámenes y no coincide su sentir con lo que se publica. Por el contrario, otras ciudades, menos interesadas en la atracción de nuevos ciudadanos o de inversiones, bajan puestos en las calificaciones, estando sus residentes encantados con lo que ofrecen, aunque su estilo de vida no sea necesariamente perfecto.
Sin duda, la ciudad aporta cosas positivas y negativas a nuestra vida cotidiana. Y, en la medida que proporciona buenos estímulos, contribuye de forma consistente a la “felicidad” de cada individuo. Y en esto, entramos en controversias, señalando algunos binomios como aquellos factores que nos brindan felicidad urbana: tenemos la pareja libertad-seguridad, que tiende a bascular hacia uno de los dos extremos, siendo complicado encontrar puntos de equilibrio, o el dúo confortabilidad-sostenibilidad, porque en muchas ocasiones nuestra comodidad exige demasiado a la naturaleza. Incluso también el binomio servicios-costo de la vida, puesto que la existencia de una buena infraestructura pública conlleva esfuerzos económicos para los ciudadanos, como mayor pago en impuestos.
Cada lugar es particular, y aplicar recetas quizás no es la forma de hacer política pública urbana, pero sí es cierto que hay elementos imprescindibles para establecer parámetros del buen vivir, y que como gestores de las ciudades debemos considerar con seriedad, para ofrecer mejoría a la población atendida, que propicie su felicidad y por ende, que los ciudadanos puedan sentir a esta urbe como un verdadero hogar. Espero haberles contribuido, ¡hasta la próxima entrega!
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