No hace falta esforzarse para evidenciar la manera soez de hacer política de los tiempos actuales. Acentuada devaluación del uno por el otro, llegándose a la vileza de la destrucción de la moral y otros valores, razón para que los electos acudan devaluados a desempeñar posiciones. En medio, la democracia, con la cual ocurre algo curioso: “Todo el mundo la desea, pero no hay nadie que crea en ella”.
Se arguye que “la buena democracia” está ligada a “la buena ciudadanía”, por lo que a medida que aquella avance lo hará la última. Son, pues, concomitantes, pero condicionadas a un determinado proceso político. El arte de gobernar, en esencia, potencia a la una y a la otra, por lo que los gobiernos mediocres, los más, destruyen la ciudadanía y consecuencialmente al sistema democrático. Y a la inversa, igual.
Es desalentador negar que la larga lucha desde que existe ha sido procurar un mundo lo más igual posible, cuyo capítulo importante, quizás, haya sido la consagración formal en las constituciones de un “status civitatis”. Pero admitiéndose que en lo tocante a la eficiencia de la ciudadanía, se tiene “una cuenta pendiente”. Y tanto en lo atinente a derechos políticos, económicos y sociales.
El estatus, a pesar de las estrofas constitucionales, de no hacerse realidad con inclusión determinante de las mayorías, potencia a explotadores. Y a la humanidad se le mira con parches como “colcha vieja remendada”. Sí, tal vez, descrita en “la profecía seglar”: Pobre, irremediablemente pobre, es quien ni siquiera se da cuenta de ello y espera que otros le concedan su emancipación, mientras continúa siendo objeto de manipulación ajena» (Juan Claudio Silva). En una explicación menos técnica, “la cuenta” para con la ciudadanía y la democracia es la necesidad de reconocer a lo subalterno (Beatriz Silva Pinochet). No ha de permanecer en el pozo donde el dinero y los negocios están controlados por los económicamente fuertes.
Las ofertas de la democracia giran alrededor de la paridad personal, en el fondo la civilidad, contraria a “la vehemencia”. Cuesta, por tanto, admitir que en democracias desarrolladas convivan el cruce de insultos, xenofobia, racismo, teorías conspiratorias y años de enfrentamiento político y social. Las palabras gruesas convertidas en norma y Dios quiera que puedan revertirse (Amanda Mars, El País). La falta de homogeneidad social potencia, sin lugar a duda, el escarceo, cuando ocurre que al desposeído se le identifique en la oferta de que será ciudadano. El problema se agudiza cuando ello no sucede, entre otras causas por el populismo. Pero, también, el exclusivismo.
El propio Estado se ha planteado acabar con el abismo entre los de arriba y los de abajo, entendiendo que en esta categoría estarán aquellos luchando por emanciparse. La metodología, “el capitalismo de Estado”, que ha degenerado en “estatismo”. Para la filósofa Ayn Rand el sistema en el cual la vida y el trabajo pertenecen a la sociedad/nación, pudiendo disponer de ellos y sin reconocer derechos individuales. Esto es, “cada uno a lo suyo”. Y con una chuleta enfatizándose en la ley de oferta y demanda y un mercado libre.
El tema no es fácil y las complicaciones que afloran plantean quiénes son y dónde están los ciudadanos y cómo encontramos a los buenos y a los malos. Para algunos en los habitantes de Hong Kong, Singapur, Nueva Zelanda, Suiza, Australia e Irlanda, países que han alcanzado su desarrollo a través del “capitalismo puro”. Doctrina política y económica que propugna la propiedad y la administración de los medios de producción por las clases trabajadoras, para una organización de la sociedad en la cual exista igualdad política, social y económica para todos. Frente a ella, la socialdemocracia en crisis en Francia y Holanda. Mejor suerte en Inglaterra y algo más en Suecia y Austria.
En el libro La guerra de los pobres, Éric Vuillard, con respeto a la sublevación de los campesinos en Alemania, Suiza y Alsacia (1524), reitera que el espíritu que los animó interpela la realidad de nuestros días, pues, hoy como ayer, los desheredados, aquellos a los que antaño se les prometía la igualdad en el Cielo, se preguntan: ¿Y por qué no conseguir la igualdad ahora, ya, en la Tierra? La dificultad de llegar a ser ciudadano pareciera ser de vieja data.
Algunos capítulos más recientes revelan, desde otro ángulo, que la tarea ha sido aprovechada, incluso por personajes, en principio, tocados, por lo menos transitoriamente, por perturbaciones mentales, para beneficio de su ego alimentado por la irreflexión, temeridad y excentricidad. Este es el caso de Venezuela, bajo el imperio del “socialismo del siglo XXI” y la manoseada “democracia participativa, la economía democráticamente planificada, el Estado no-clasista y el ciudadano racional-ético-estético”, cuya fuentes algunos encuentran en Heinz Dieterich Steffan. Pero, también, en Noam Chomsky. La pregunta: ¿Habrá venezolano hoy que diga “soy ciudadano”?
La respuesta se pierde en el vacío.
Y desde la presidencia de lo que queda de Venezuela, aquel país rico, se escucha con resonante voz, no como dijeron en Francia “El Estado soy”.
No, como en México, después de dos tequilas, “Es que soy el charro”.
@LuisBGuerra