Como un gigante que gatea, avanza lentamente Ciudad de México. Los 22 millones de habitantes de su área metropolitana se debaten entre el subdesarrollo y la abundancia, pero siempre con la confusión que trae vivir en un fenómeno urbano de dichas dimensiones. Ya en tiempos precolombinos se podía hablar de un gigantismo poblacional único en la región, la política colonial exacerbó el crecimiento y la república solo lo ha multiplicado. Hoy en día Ciudad de México, un centro cultural e histórico como pocos en América Latina, es el escenario de un inmenso desenfreno; los capitalinos sufren el privilegio de vivir sobre las ruinas de una antigua ciudad azteca cubierta de smog y aturdida por el frenesí de casi 5 millones de automóviles.
La aglomeración social en este lugar se debió en sus inicios a la prosperidad de Tenochtitlan, la ciudad más importante del imperio azteca y el lugar sobre el cual Ciudad de México fue fundada. Esta urbe indígena era una de las más grandes de su tiempo a nivel mundial, su crecimiento había sido exponencial desde 1330, el año de su génesis. Superaba en población a París o Londres en aquel momento, la habilidad agrícola de los nativos había permitido hacer de esta ciudad, rodeada de un lago, un centro laboral y residencial de inmensas proporciones.
El florecimiento económico y geográfico también se debió en gran medida al sometimiento de los señoríos aledaños. Los aztecas, un pueblo guerrero, recibían tributos de decenas de pueblos a los que habían vencido en batalla. Es por esta razón que a los conquistadores españoles al mando de Hernán Cortés se les facilitó la tarea de dominar el territorio, estos pueblos esclavizados pactaron con ellos en aras de acabar con el monopolio azteca. Dichos indígenas, anonadados por las inverosímiles siluetas de los españoles armados, barbudos y sobre inmensos caballos (un animal al que nunca habían visto), resolvieron aliarse con aquellos hombres, sin poder prever el desastre que se acercaba.
Muchos de los que acompañaban a Cortés veían por primera vez una ciudad de tales dimensiones, decenas de miles de canoas zarpaban las aguas marginales, incontables edificios se elevaban sobre las casas del poblado y colores vivos maquillaban las diferentes calzadas que atravesaban la ciudad.
El 13 de agosto de 1521 caería Tenochtitlan y empezaría el proceso colonial a través de una institución denominada virreinato; el de Nueva España fue establecido en 1535 y abarcaría el actual territorio mexicano, algunas partes de Norteamérica y algunas otras de Centroamérica. La derrotada Ciudad de México-Tenochtitlan se convertiría en la capital novohispana, una de las más prósperas de la Colonia.
La corona se encargaría de volcar esta entidad virreinal hacia el interior, las costas y los litorales quedaron virtualmente excluidos del comercio, entre otras cosas por el temor que se tenía a los piratas. La zona norte del territorio mexicano, árida y difícil de conquistar dada la vida seminómada de sus tribus, tendría un papel bastante insignificante en el desarrollo económico de Nueva España. En el sur estaba Yucatán, una entidad separada que difícilmente recibía los beneficios del virreinato; una dinámica autárquica y autónoma dominaba los asuntos yucatecos. Quedaba, entonces, el centro del país. El monopolio comercial español había entorpecido terriblemente la integración de las zonas aledañas, la ganadería, introducida por los colonos, había traído consigo una revolución económica y cultural que solo benefició considerablemente a una reducida parte de la población. Empezaba a definirse la estructura de lo que en un futuro sería México.
Mientras tanto, los antiguos señoríos indígenas quedaron reducidos a lo que la historiografía llama “pueblos de indios”, pequeñas entidades que conservaban su estructura original, aunque pagando tributos por cada uno de sus habitantes. Este formato administrativo acabaría por decaer y surgiría la hacienda, quizás el más importante de los elementos rurales novohispanos.
Los pueblos de indios se entremezclarían con las haciendas, estas se hallaban en manos de unos pocos, cubrían grandes terrenos y sus peones eran en su mayoría mestizos que solían vivir en los antiguos pueblos indígenas. No eran esclavos, aunque trabajaban con el modelo feudal del sueldo de subsistencia, sin posibilidades de obtener independencia económica.
El proceso independentista mexicano comenzaría en 1810 con el legendario “Grito de Dolores” de Miguel Hidalgo, finalizando con la entrada triunfante del Ejército Trigarante a Ciudad de México en 1821. La herencia colonial había dejado un país con una estructura artificialmente céntrica, así como inmensos índices de desigualdad social. Para la Revolución mexicana de 1910, las tierras mexicanas estaban en manos de menos de mil hacendados, hecho que motivó los levantamientos de Emiliano Zapata, Pascual Orozco y Pancho Villa, entre otros. La injusticia se había hecho parte de la conciencia general de los mexicanos y rebelarse contra ella, aunque de manera desorganizada y visceral, parecía lo único razonable por hacer.
Incontables personas se vieron obligadas a través de los siglos a asentarse en los márgenes de Ciudad de México, siendo este el único lugar que les brindaba posibilidades de trabajo. Esta metrópolis se apropiaría de los pueblos cercanos a sus límites que gozaban de alguna autonomía.
Hoy en día es la cuarta ciudad más poblada del mundo y el centro cultural, político, económico, turístico y artístico de uno de los países más fascinantes de la región latinoamericana. Tiendas de talla internacional colindan con ruinas aztecas, centenares de personas caminan codo a codo al ritmo de mariachis que roncamente entonan alguna canción del inmenso patrimonio musical mexicano. Sus habitantes toleran pacientemente el caos de una megalópolis tan incomprensible como fascinante.
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