Es tentadora la idea de comenzar estas líneas con una de las citas exhumadas y acaso descontextualizadas de la versión digital de periódicos locales y foráneos para, a partir de ella, consumar mi fechoría dominical. De allí el título encasquetado a mis divagaciones de hoy, usurpado sin empacho a Selecciones del Reader’s Digest, revista de formato recortado pródiga en saberes misceláneos, ociosa cultura general y tópicos diversos e insoslayables en conversas tabernarias. Quizá alguna regla no escrita desaconseje tal proceder; por ello, a objeto de no infringir esa tácita y conjetural convención y, al mismo tiempo, curarme en salud, inicio mi rutinaria brega con las palabras, revelando quién las escribió, y dónde y cuándo las leí. Lo hizo el periodista y analista español Juan Jesús Aznárez, en artículo titulado “El autobusero”, publicado en El País, el Martes de Carnaval o Mardi Gras, como dicen afrancesadamente en Luisiana —Martedi Grasso o Terça-feira Gorda en italiano y portugués… porque no solo de la orleanniana Bourbon Street viven las comparsas y mascaradas: fueron famosas las de Venecia y son admirables las de Brasil, aunque este año las mascarillas reemplazaron a las caretas, a pesar de Bolsonaro; y, en virtud del distanciamiento social, no hubo desfiles en el Sambódromo da Marquês de Sapucaí, diseñado por Oscar Niemeyer y llamado originalmente Passarela Professor Darcy Ribeiro—. Su lectura me compelió a pergeñar estas líneas el Miércoles de Ceniza, cuando debía terminar la flexibilización del estado de excepción y emergencia sanitaria, atendiendo a un rebuscado y nada casual símil entre el ayuno del tiempo litúrgico de contrición y la bolivariana dieta triple «P» (patria, promesas y paja); empero, una improvisada prórroga de última hora imposibilitó emparejar la cuarentena radical con la Cuaresma cristiana.
Dejemos la divagancia —si no existe el término, usémoslo a menudo a ver si la RAE lo incorpora al léxico castellano como hizo con el horrisonante «accesar»— y abordemos de una buena vez el postergado párrafo de Jota-Jota, cual, sospecho, le llaman colegas y amigotes: «Maduro es un dogmático que no habrá leído Finnegans Wake, pero domina la gramática parda del poder y sintoniza ideológicamente con los manuales de la Escuela del Partido Comunista de Cuba Ñico López, donde recibió clases de antiimperialismo, anticapitalismo y mañas operativas. Aquel máster de juventud en La Habana y la abnegada devoción por Fidel y Hugo explican su entronización». Sin duda, Nicolás no se ha aventurado en el laberinto de retruécanos joyceanos, perpetrados en un inglés onírico y difícil de no considerar frustrados e incompetentes según Jorge Luis Borges, quien gustaba alardear de sus lecturas —«Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído»—; pero, y esto es lo relevante de la cita: no se puede ni debe subestimar la habilidad del zarcillo para mantenerse donde analgatizó en 2013; tal vez su cordón umbilical lo conecte a La Habana y, merced de una anacrónica visión del tablero geopolítico, propia de la Guerra Fría, haya supeditado nuestra agónica economía a las mafias euroasiáticas de Pekín, Moscú, Ankara y Teherán, pero creerle un bolsiclón ha sido un craso y permanente error del grueso de una disidencia cuya jefatura categoriza de dictadura al régimen de hecho, y reputa a la fuerza armada como su único soporte, relegando al plano del olvido la alcahuetería de factores internos coadyuvantes de su atornillamiento en el sillón miraflorino: los empresarios y comerciantes beneficiarios de la especulación cambiaria, quienes tienen en la acumulación de capital su razón de ser. En pocas palabras Aznárez precisa: «Aguanta sostenido por la dispersión opositora y las logias militares y empresariales enriquecidas durante el recorrido hacia el despeñadero». ¡Poderoso caballero es don Dinero!
La menguante, vapuleada y, aun así, refractaria oposición concitó, sin duda alguna, importantes reconocimientos de parte de la comunidad democrática internacional; sin embargo, es notorio su distanciamiento del cotidiano malvivir de la Venezuela depauperada, la de millones de familias en el umbral de la indigencia y sin ingresos suficientes para poner pan sobre sus mesas, castigadas con recurrentes fallas en el suministro de energía eléctrica y el cada vez más severo racionamiento hídrico, amén de la escasez de combustible; ese pueblo irredento, preterido por una revolución de confusa ideología, demagógicamente emprendida en su nombre, no está en condiciones de prestar atención a un discurso ajeno a sus apremios, porque su tiempo lo dedica a sortear sus penurias y, en consecuencia, no resiente el vasallaje político basado en la extorsión alimentaria y la limosna patriocarnetizada en bolívares inútiles, «al menos no tanto como para ensartar la cabeza del tirano en una pica». Sobre esa disidencia sin arraigo, inorgánica y policéfala, cual la monstruosa Hidra de Lerna, sin su temible ferocidad, pende la espada de Damocles de unas negociaciones sin las cuales, a juicio de la Unión Europea, la Casa Blanca, el Grupo de Lima y los foros plurinacionales —la Organización de Naciones Unidas en primer lugar—, entrampados en el falaz alegato de las sanciones como causantes de la tragedia vernácula, es impensable la cesantía del madurato. Y, cuando y de donde menos uno espera, se levantan voces pretendiendo exculpar al santón barinés de su pecado original, y endilgarle a su perro faldero la autoría de los desaguisados socialistas del siglo XXI, gestados, paridos y empollados en su mal amoblada azotea.
Mientras en las iglesias, abnegados párrocos embozados con el imprescindible tapabocas, se abstenían de dibujar la grisácea y tradicional cruz en las frentes de los creyentes y se limitaban a esparcir cenizas sobre sus coronillas, despachándoles con la salmodia de costumbre —polvo eres y en polvo te convertirás—, de acuerdo con lo recomendado por la cúpula eclesiástica en previsión de indeseados contagios de la covid-19, un prominente chavista, Rodrigo Cabezas, nos sorprende con sus opiniones. El exministro de Finanzas de Hugo Chávez acusó a Nicolás Maduro de crear «un estado policial-militar-clientelar» y lamentó que «la llamada revolución bolivariana, iniciada por Chávez, no diera el resultado prometido». En carta de registro un tanto afectado, colgada en Internet —Venezuela: el sonido del silencio de las víctimas o la coartada antiimperialista de los victimarios—, «dirigida a la izquierda democrática del mundo», intentando, imagino, minar la solidaridad cómplice, acrítica y automática con la satrapía roja de gobiernos tales el argentino y el mexicano, expresó: «Mi patria amada está sumergida en un drama humano que ha socavado los derechos más elementales de la vida en dignidad. En 100 años no conocimos tal nivel de devastación de lo económico-social» Y por allí se mandó a desacreditar la insistencia de dicta(ma)duro en achacar a las sanciones internacionales los desastres y fracasos de su gestión, y desaprobó la incompetente conducción del gabinete económico, del Banco Central de Venezuela, de la industria petrolera, de las empresas de Guayana y del sistema eléctrico nacional, organismos a cargo de militares totalmente inexpertos. ¡Chupa, cachete, vaya duro y venga suave!
Señalamientos similares al del antiguo «contratista de la felicidad pública» —plagio a Baudelaire (¡Matemos a los pobres!, Pequeños poemas en prosa)— hacen pensar a algunos extremistas en la factibilidad de un entendimiento con renegados y arrepentidos, orientado a integrarlos en una alianza sediciosa germinada en la clandestinidad, a fin de golpear al nicochavismo donde le duela y generar un movimiento aluvial capaz de meter en un mismo saco a gremios, sindicatos, asociaciones de vecinos, colegios profesionales, partidos y otras organizaciones sobrevivientes al terremoto de la antipolítca, que propició la irresistible asunción de Hugo Chávez y la instalación, con declarada vocación de perennidad, de un modelo de dominación militar encabezada por un (in)civil revanchista que engatusó y envileció a la oficialidad del ejército y de los otros componentes de la minusculizada fuerza armada, colocándoles donde había y asignándole roles incompatibles con su formación. A la sombra, discretamente, de abajo hacia arriba, florecería entonces la ansiada y tantas veces vislumbrada y frustrada primavera venezolana. No comparto la conspiranoica fantasía del desespero, mas nada conseguiremos clamando vanamente por comicios libres, transparentes e imparciales a quienes evidencian aversión a la alternancia y absoluta carencia de talante libertario al proclamar: «Ni por las buenas ni por las malas, ni con votos ni con balas, la oposición volverá al Palacio de Miraflores» O sí. Por la puerta de servicio. Convocada hipócritamente a dialogar con la mediación de un noruego en trance de hacerse el sueco, y Bambi Zapatero fungiendo de facilitador y ofreciendo caramelitos de cianuro electoral. Ante tan deprimente perspectiva, nos toca concluir con el recuerdo de la formidable leyenda de una viñeta debida a la creatividad de Andrés Rábago García, El Roto, en la cual se lee: «El fraude electoral comienza con los candidatos, en las listas hay muchos farsantes».