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Cine feo pero bueno

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«En la Europa de los siglos XVII y XVIII, quienes querían matarse, cometían asesinatos para ser ejecutados. Tras confesarse, limpios de pecado, esperaban entrar en el cielo y evitar así la condenación eterna que esperaba a los suicidas. La mayoría eran mujeres y sus víctimas sobre todo niños. Hay más de 400 casos documentados solo en regiones de habla alemana». Con este texto desplegado en la pantalla en la porción final de la proyección del filme El baño del diablo alcanzo a cerrar el círculo de hallarle sentido al terrible drama que he visto. En su inicio, una mujer campesina toma un hermoso niño desde su cuna, en la que llora inconsolablemente, atraviesa un bosque hasta que llega al borde de una cascada. Sin parpadear siquiera, la mujer suelta al bebé y lo deja caer al agua. Esta escena brutal es el prólogo que permanecerá flotando a lo largo del filme y su verdadero significado se descubrirá cuando estemos acercándonos al final. 

La misma noche de la ceremonia de los Oscars 2025 me enteré por un crítico de cine español, que exudaba sabiduría cinéfila hasta por los poros, que El baño del diablo había sido la candidata por Austria para competir en el renglón de Mejor Película Internacional. Comentaba, además, que esta ganadora de varios premios en festivales de cine, según su criterio, debió haber sido incluida entre las cinco finalistas.  La oportunidad de verla me la ofreció FILMIN y con tal antecedente precitado abordé su proyección con especial motivación. Creo que es una excelente obra cinematográfica. Colocado en el dilema de recomendarla o no, creo también que lo haría, aunque permitiéndome acompañar la recomendación con algunas palabras de cautela.  Esta situación me viene aconteciendo, con cierta frecuencia, con ese tipo de películas que algunos estigmatizan como emblemas del “cine feo”. Reflexionando sobre el asunto, me pareció interesante y pertinente comentar en este texto mis conclusiones al respecto. Valga el mismo como una señal de precaución, con iluminación intermitente, para quienes me piden sugerencias sobre cuáles películas ver.  

Tras haber acertado Anora como la gran ganadora de los Oscars este año, un gran amigo expresó en un chat de viejos compañeros de la docencia universitaria que él no había tomado conciencia, sino hasta ese momento, de mi “sabiduría cinéfila”. Callé ante tan generosa manifestación de cariño; sin embargo, sirvió ésta para que se activara mi período de reflexión. Sabios son esos críticos que suelen participar como panelistas en los innumerables programas sobre cine que se irradian en los medios de comunicación españoles. Frente a ellos, no me considero, para nada, un sabiondo sobre cine. Alucino al ver cómo son capaces de incorporar a sus sesudos análisis toda la aportación de las grandes obras y figuras de la historia del arte cinematográfico. Este no es mi caso que, de hecho, reconozco que me da pereza ver los clásicos estrenados antes de los inicios de mi cinefilia -a mediados de los sesenta en mi terruño zuliano-. Voy a cometer ex profeso un sacrilegio, siempre me he dicho a mí mismo: ¿Para qué ver cintas viejas con tantas buenas cintas nuevas que hay por ver y que no me alcanza el tiempo para verlas todas?

La poca sabiduría cinefílica que yo pudiese haber acumulado proviene, única y exclusivamente, de mi condición de ser un leal y consecuente consumidor de los productos que genera la industria del cine. ¡Estimo haber visto más de 5.000 películas en mi vida! A lo largo de este enriquecedor viaje como amante del arte cinematográfico, sí reconozco que se ha producido una dinámica transformadora de mis criterios de valoración. Películas que hoy me parecen excelentes, las habría desdeñado en mis tiempos de asiduo visitante de los cines marabinos Urdaneta, Ávila y Roxy. Alguien pudiese decir que tal evolución es obvia consecuencia del proceso de maduración como ser humano, pero no creo que se trate solamente de eso. El ver buen cine te va transformando como espectador y haciéndote cada vez más exigente. 

Este proceso transformador alcanza un punto de inflexión, en el cual uno es capaz de separar la valoración que pueda hacerse de un filme, en atención a los diversos elementos que confluyen en su realización como obra de arte, del agrado que pueda causarte el tema que es tratado en la película. Hay quienes no quieren perder dos horas de su vida -así lo expresan-, yendo al cine a ver una película cuya temática les desagrada. Es un criterio perfectamente respetable, pero así esa persona haya visto 10.000 películas, ante mis ojos, le resultará muy difícil alcanzar su conversión en un auténtico cinéfilo.

¡Por eso es que a veces es tan difícil recomendar películas! Siendo Anora mi clara preferida este año, he sido muy cauto a la hora de emitir una recomendación en favor suyo, a sabiendas de que su temática pudiera no ser del agrado de quien solicita mi opinión -como suele ocurrir con todas las cintas de Sean Baker-. Cuando poso mi mirada hacia atrás, supongo que mi punto de inflexión como cinéfilo lo alcancé alrededor de los tiempos en los que era usuario frecuente de la sala de Cine Arte Patio Trigal en Valencia. Inmerso en su oscuridad, aprecié El festín de Babette (1987) como un filme que me aportaba algo diferente y sublime. La traigo a colación porque cuando veía El baño del diablo la recordé. Ambas películas retratan unos tiempos de extrema dureza en la vida, con un realismo que viste a sus personajes de muy poco atractivo y un relato que nos obliga a trasladarnos y reflexionar sobre la condición humana en tiempos y ámbitos culturales muy diferentes a los nuestros. He aquí un gancho para mí que no, necesariamente, sea también un gancho para un espectador que ha asumido otra ruta para el disfrute de su pasión cinéfila.

Reitero entonces: sirva este texto como señal genérica de “warning” ante mis recomendaciones y así poder sentirme liberado al recomendar algunas de las películas que he visto recientemente y que se tipifican en esa línea de temáticas poco gratas. Mencionaré en primer término a la candidata danesa al Oscar que sí pasó al grupo de las cinco finalistas. La chica de la aguja es una película con una estética muy similar a la austriaca, pero su relato es aún más duro y opto por no adelantarles nada al respecto a fin de evitar spoilers. La fotografía de ambas cintas es en un excelente blanco y negro que les ha merecido nominaciones y premios por mejor fotografía en varios festivales. De las dos, en lo personal coincido con el crítico español. El baño del diablo es mejor película por escaso margen y, no menos importante, más llevadera.

Las otras dos cintas que voy, simplemente, a proponérselas, se pueden encontrar ya en FILMIN. Me refiero a lo último del “cine feo” de Andrea Arnold -la directora de Fish Tank y American Honey-, que aunque feo es muy bueno. Bird se enfoca en la vida de una adolescente de doce años en un entorno social de precariedad, delincuencia y familias desestructuradas. La película es británica y aunque se aproxima al cine social latinoamericano, su propuesta es original e imaginativa. Nuestra conclusión: en todos los países del planeta se cuecen habas.

Finalmente, les voy a recomendar una que me resultó una muy grata sorpresa. La cocina del director mexicano Alonso Ruizpalacios. Un filme con mucho reconocimiento festivalero.  Apela a un torrente de imágenes impactantes filmadas en blanco y negro y situaciones un tanto “sacadas de madre”, para hilvanar con notable creatividad una crónica coral que se desarrolla en las entrañas de un afamado restaurante neoyorkino. No dejen de verla que en estos tiempos trumpistas, su frenético entretejido de subtramas paralelas alcanza el nivel de poderosa y magistral metáfora.

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