No se explica la Venezuela actual sin las alcabalas. El objetivo de su existencia era controlar la delincuencia y el contrabando en lugares que se consideraban centrales para ello. Hoy las hay por doquier, en parajes desolados, calles, carreteras o autopistas, caseríos, pueblos, ciudades y hasta en el punto que usted menos se espera. Han sido parte de nuestra cultura por tiempos indefinidos; sin embargo, el covid-19 las ha consagrado como nunca antes, en tiempos de restricción o de flexibilidad. Las hay policiales, pero abundan las de la Guardia Nacional, esto es, militares, quienes monopolizan la supervisión del tráfico peatonal o automotor en valles, costas y montañas. El alto número de estos puestos de vigilancia hace imposible la fiscalización personalizada, se hace aleatoriamente para justos y pecadores que pueden, después de la revisión pausada y temida, aunque no haya nada que ocultar, continuar su tránsito, o saber de una detención más de las veces arbitraria.
El derecho al libre tránsito, con o sin pandemia, no encuentra garantía alguna en Venezuela. Huelgan los comentarios al respecto, al igual sobre la matraca que constituye en la principal actividad económica del país. Con razón, mucha gente se queja de las alcabalas diurnas y nocturnas puestas en las principales arterias viales del área metropolitana, por donde no pasa desprevenido malandro alguno, en lugar de los sectores más peligrosos, incluidos los marginales, de acuerdo con los indicadores de criminalidad y al hit parade noticioso de sucesos. Lucen impenetrables esas alcabalas, hay que tener paciencia al pasarlas, sonreír –dócil y agradecidamente– al efectivo militar policial para que no nos haga perder el tiempo con una inútil revisión a fondo del vehículo, preguntando adónde vamos o de dónde venimos, y, si se es motorizado, la cosa cambia, a veces. Escuché hace poco en un programa de entrevistas matutino que hay 64 alcabalas desde San Cristóbal hasta Caracas y 30 entre San Cristóbal y San Antonio.
Hace poco, un amigo que estuvo por tres días en el país para realizar unos trámites familiares urgentes decía que temía por su seguridad porque lo que se escucha en el extranjero termina siendo mucho más terrible que la realidad. Me contó mi amigo que en la zona donde viven sus padres secuestraron a uno de los vecinos al que sus hijos le enviaban una remesa mensual de cifras, por cierto, humildes, por lo que decidió contratar una empresa de seguridad y, en ocasiones, se trasladaba en una moto de alta cilindrada. Al ver al motorizado la primera vez le preguntó al conductor si tenía el salvoconducto de rigor y este contestó: “Jefe, mi salvoconducto es la moto”. Se sonrió incrédulo hasta que pasó las famosas alcabalas de ida y vuelta, sin que nadie osara preguntarle siquiera la hora.
Esto ocurre en la cotidianidad del venezolano. Es difícil que se respete el Estado de Derecho, por muy constitucional que sea, cuando se manejan las leyes como los western americanos, a discreción del que tiene el caballo, la placa y el arma, sustituyendo ahora por vehículos de alta cilindrada, aunque podemos ver a algunos actores del régimen haciendo las pantomimas respectivas en defensa del ciudadano y ofreciendo alternativas poco creíbles. El abuso termina siendo el diario vivir para los que aún nos mantenemos en Venezuela.
Está indefensión debe concluir porque tanta agua cae al cántaro que se reboza. Debemos seguir exigiendo nuestros derechos, las leyes existen para ser aplicadas y no caducan aunque el régimen quiera demostrar lo contrario. En algún momento estos funcionarios que hacen mal uso de estos vehículos de alta cilindradas deberán ponerse a derecho. Tenemos que insistir en que se aplique la ley, resistir ante el abuso y persistir en nuestras demandas para que Venezuela retome el camino de la legalidad y surja el verdadero respeto al ciudadano como lo dictan las leyes.
@freddyamarcano