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Cierre de un ciclo: de la fractura de 1992 a la esperanza de una nueva Venezuela

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El 4 de febrero de 1992 representó un punto de inflexión en la historia contemporánea de Venezuela. En esa fecha, un grupo de militares liderados por el entonces teniente coronel Hugo Chávez Frías ejecutó un intento de golpe de Estado contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez, presidente democráticamente elegido. Este suceso no solo marcó el inicio de un ciclo político que transformaría profundamente al país, sino que también evidenció las grietas y tensiones latentes en un sistema democrático que, si bien había sido construido con esfuerzo y sacrificio tras la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958, se encontraba en franco deterioro.

La democracia venezolana, que por décadas había sido un referente regional, enfrentaba a comienzos de la década de 1990 una crisis sistémica. La economía, duramente golpeada por el desplome de los precios del petróleo en los años 80, se hallaba en un estado de estancamiento, exacerbado por políticas de ajuste estructural que, aunque necesarias desde una perspectiva económica, resultaron profundamente impopulares y ampliaron las brechas sociales. El sistema político bipartidista, dominado por Acción Democrática y Copei, mostraba signos de agotamiento, acusado de corrupción, clientelismo y falta de conexión con las demandas ciudadanas. En paralelo, el Estado demostraba una creciente incapacidad para garantizar derechos básicos como la salud, la educación y la seguridad, generando un clima de frustración y descontento generalizado.

El golpe de 1992, aunque fallido en términos militares, tuvo un impacto simbólico significativo. Fue visto por una parte de la población como una manifestación de resistencia frente a un modelo político que consideraban agotado, mientras que para otros representó un peligroso retroceso hacia la inestabilidad política y la ruptura del orden democrático. Este evento sentó las bases para el ascenso político de Chávez, quien, tras ser encarcelado y posteriormente sobreseída su causa, construyó un discurso populista y antiélite que lo catapultó a la presidencia en 1998, marcando el inicio de un proceso político que cambiaría radicalmente el destino de Venezuela.

El ciclo que se inauguró el 4 de febrero de 1992 dejó una marca profunda y permanente en el tejido político y social de Venezuela. Este acontecimiento no solo fracturó la estabilidad democrática, sino que simbolizó un retroceso significativo en los avances civiles e institucionales logrados durante el siglo XX, avances que habían sido conquistados a costa de incontables sacrificios humanos y sociales. La historia institucional de la nación, que había luchado por consolidar un estado de derecho tras la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, se vio comprometida por la incapacidad del sistema de justicia para responder con firmeza y equidad ante un hecho de tal magnitud.

La decisión de sobreseer la causa contra Hugo Chávez y sus compañeros golpistas en 1994, bajo la presidencia de Rafael Caldera, evidenció las debilidades estructurales de un sistema judicial incapaz de actuar con independencia frente a las presiones políticas y sociales. Este sobreseimiento, lejos de contribuir a la reconciliación nacional o restaurar la paz social, terminó por erosionar aún más la confianza en las instituciones democráticas y, de forma paradójica, fortaleció la figura de Chávez como un líder popular y antisistema. Al presentarse como un hombre perseguido por las élites y el sistema, Chávez logró capitalizar el descontento y la frustración acumulados en la sociedad, canalizándolos hacia un discurso que cuestionaba las bases mismas de la democracia representativa.

Es crucial recordar que el intento de golpe de Estado del 4 de febrero dejó una estela de violencia y muerte. En el asalto al poder, periodistas, civiles y militares leales al gobierno democrático fueron víctimas de asesinatos, actos que, en cualquier Estado de derecho funcional, habrían llevado a sus responsables a enfrentar severas sanciones. Sin embargo, la impunidad prevaleció. La ausencia de un castigo adecuado no solo contravino los principios fundamentales de la justicia, sino que también envió un mensaje peligroso: los actos de fuerza y las violaciones graves de derechos humanos podían ser legitimados si se envolvían en la narrativa del descontento social.

Este episodio marcó un punto de inflexión, no solo porque evidenció la fragilidad institucional del país, sino porque inició un proceso que culminaría con el ascenso al poder de Chávez en 1998. Su liderazgo, cimentado en las bases de aquel acto de rebelión y alimentado por la percepción de injusticia y abandono de las élites, no solo transformó la estructura política de Venezuela, sino que redefinió las nociones de justicia e impunidad en el imaginario colectivo.

Con la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999, la democracia representativa venezolana inició un proceso de descomposición que dio paso a un sistema político autoritarista competitivo, una forma de gobierno que, bajo la apariencia de legitimidad democrática, buscaba concentrar el poder en manos del Ejecutivo. A través del discurso del «socialismo del siglo XXI», Chávez instrumentalizó los mecanismos democráticos, celebrando 27 elecciones durante su mandato. Sin embargo, estos procesos estuvieron plagados de irregularidades, desde el uso indebido de los recursos públicos hasta la manipulación de las instituciones electorales, consolidando un sistema que aparentaba participación popular, pero que en realidad servía para perpetuar su hegemonía. Este modelo autoritario, cuidadosamente diseñado para disfrazarse de democracia, sentó las bases para una dictadura abierta que se consolidaría bajo su sucesor, Nicolás Maduro.

La transición entre Chávez y Maduro marcó un cambio cualitativo en el régimen. Chávez, a pesar de su autoritarismo, mantenía la habilidad de construir una narrativa que engañaba tanto a la ciudadanía venezolana como a la comunidad internacional, proyectándose como un líder legítimo y democrático. Maduro, en cambio, careció de esta destreza. Su ascenso al poder tras las cuestionadas elecciones de 2013 evidenció una nueva etapa del régimen, caracterizada por fraudes electorales flagrantes y un manejo torpe del discurso político. Las elecciones de 2013 no solo fueron denunciadas como fraudulentas; múltiples indicios sugieren que el verdadero ganador fue Henrique Capriles. Sin embargo, el régimen manipuló los resultados y aprovechó su control absoluto de los poderes públicos para consolidar la permanencia de Maduro en el poder. Además, Maduro implementó tácticas divisorias dentro de la oposición, debilitando sus esfuerzos y erosionando su capacidad de articular una resistencia cohesionada.

El agravamiento de la crisis durante la era Maduro fue progresivo, culminando en eventos electorales que despojaron al régimen de cualquier apariencia democrática. Los fraudes de 2018 y, más recientemente, de 2024, evidenciaron no solo el colapso del autoritarismo competitivo, sino la instauración de una dictadura abierta. Sin embargo, el fraude de 2024 marcó un punto de inflexión en la resistencia venezolana. A diferencia de las experiencias previas, la oposición logró articularse con una unidad y determinación sin precedentes. María Corina Machado, junto a su equipo y el respaldo de un movimiento popular decidido a restaurar la libertad, tuvo un papel crucial en liderar esta lucha. A esto se sumó el liderazgo de figuras clave como el embajador Edmundo González Urrutia, quien, en un acto de valentía y compromiso con la nación, asumió su papel en el proceso de transición hacia la libertad como presidente electo de Venezuela. Esto es lo que la dictadura y sus socios del narcotráfico y bandas criminales, están buscando desmontar.

Esta etapa refleja el despertar de un pueblo que, tras años de opresión, se ha levantado con firmeza para desafiar un sistema que intentó perpetuar su sometimiento. La movilización popular, junto con una oposición cohesionada y decidida, ha demostrado que, aunque el autoritarismo puede perdurar por un tiempo, no es eterno cuando una nación decide ser libre.

El ciclo que se inició con el golpe de Estado de 1992, marcado por el fuego y la muerte, parece estar llegando a su fin bajo circunstancias igualmente trágicas, pero con un cambio crucial: un pueblo que ha despertado y se ha levantado para exigir un cambio. Esta vez, la sociedad venezolana muestra una diferencia fundamental respecto al pasado: ha recuperado la esperanza en la democracia, un sistema que, aunque fracturado y criticado, era sustancialmente más funcional que el modelo autoritario instaurado por el chavismo. Las políticas públicas del gobierno de Carlos Andrés Pérez, que en su momento fueron objeto de severas críticas, hoy se revalorizan al contrastarse con los devastadores daños provocados por dos décadas de autoritarismo: hambre generalizada, pobreza extrema, una migración masiva sin precedentes, una crisis humanitaria compleja y el sombrío legado de bandas criminales como el Tren de Aragua, que han convertido a Venezuela en un terreno sumido en el caos y la violencia.

El cierre de este ciclo no solo está marcado por la resistencia frente al régimen, sino también por el aprendizaje colectivo de una sociedad que ha logrado organizarse para defender sus derechos, resistir a la opresión y soñar con un futuro diferente. Las evidencias del fraude electoral, las masivas manifestaciones de resistencia y el respaldo de la comunidad internacional son indicadores de un cambio inminente. Venezuela transita hacia una nueva etapa, donde el régimen actual, debilitado y aislado, enfrenta el rechazo tanto interno como externo. Sin embargo, la caída del régimen no será el punto final de los desafíos que enfrenta el país.

La construcción de una nueva democracia dependerá de un esfuerzo colectivo sostenido por la voluntad de sanar las profundas heridas sociales e institucionales que ha dejado el chavismo. La libertad recuperada será un bien frágil que requerirá protección mediante la creación de un sistema institucional sólido, transparente y enfocado en la justicia social. Para lograrlo, será fundamental priorizar el fortalecimiento de los poderes públicos, garantizar la independencia judicial y promover políticas públicas orientadas a la igualdad y al bienestar colectivo.

Asimismo, será esencial romper con las dinámicas del pasado que permitieron la corrupción y la cooptación del poder. El éxito de este nuevo ciclo dependerá de que los ciudadanos ejerzan con responsabilidad su derecho al voto, eligiendo líderes íntegros y comprometidos con los principios democráticos. Solo dejando atrás a los políticos corruptos, incluyendo aquellos que, disfrazados de opositores, han causado tanto daño como el chavismo, será posible construir un Estado que represente y sirva genuinamente a los intereses del pueblo.

Venezuela está ante una encrucijada histórica, no saldremos de este caos sino a través del uso de la fuerza, tal como se inició, pero también frente a una oportunidad única para redefinir su destino. Este nuevo ciclo no solo representa la esperanza de un cambio, sino también el compromiso de una nación por construir un futuro en el que la democracia, la justicia y la dignidad sean los pilares de una sociedad renovada.

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