“La democracia es el peor sistema de gobierno excepto por todos los otros sistemas que se han probado”, afirmaba Churchill. Efectivamente, la toma y ejecución de decisiones tiende a ser más tortuosa y lenta al amparo de la institucionalidad democrática que bajo regímenes verticales. Por otra parte, en lo que se refiere a aspirar al poder y votar, el sistema democrático otorga derechos idénticos a todos los ciudadanos, independientemente de diferencias en conocimientos, experiencia, valores o compromiso con el país. Pero el objetivo de Churchill con esa reflexión era resaltar que, a pesar de sus posibles debilidades, la democracia era el mejor sistema para garantizar la libertad, la equidad y los derechos humanos.
Hoy la democracia en el mundo se ve amenazada no por las dudas derivadas de su inherente lentitud o sus principios de igualdad política, sino por la baja calidad de la mayoría de los dirigentes escogidos por medio del voto. Un cinismo extremo se ha apoderado de la relación entre políticos y la ciudadanía. Algunos políticos apuestan a una presumida falta de sabiduría y discernimiento de la gente, especializándose en desentrañar y profundizar sus desconfianzas y enojos y en erigirse como sus voceros. El objetivo de esos políticos no es construir y ejecutar un programa de desarrollo relevante y realista sino apilar popularidad por medio de esa vocería. La ausencia de logros en materia sustantiva es atribuida a los “otros”, lo cual ahonda los enojos y salvaguarda la popularidad.
Las decisiones sobre cómo votar están matizadas, desde aun antes de la actual era de posverdad y fake news, por desinformación. Se elige, principalmente, bajo la influencia del expolio de resentimientos, de mentiras sobre los oponentes y el pasado, de afinidades focalizadas en estrechos pasadizos ideológico-culturales, de transacciones clientelistas, de inercia o a partir de criterios psicológicos (“Me cae bien”, “Tiene carisma”, “Es humilde”, “Me sonrió”, etc.); nada de lo cual está relacionado con las aspiraciones sustantivas de la mayoría de las personas. A la tendencia de los contendores para ocultar carencias e inventar y exagerar virtudes, se agrega, en el caso de buena parte de los votantes, la incapacidad para, la imposibilidad de o el desinterés en desentrañar quién tiene los atributos que en su criterio deben caracterizar a un buen presidente (diputado, alcalde o regidor).
Para un votante el mejor candidato o candidata debe ser el o la que esté más cercano o cercana a la materialización de sus aspiraciones sustantivas. Esto es un requisito mínimo para que funcione la democracia. Dentro de estas aspiraciones, a manera de ejemplo, existiría el votante que desee que el presidente sea ambientalista, promotor de todos los derechos humanos, convencido de igualar el acceso a las oportunidades de movilidad social por medio del activismo gubernamental, descentralizador, neutral en asuntos geopolíticos y honesto. Otro votante podría querer un presidente que promueva una economía dirigida por las fuerzas del mercado, bíblico en materia de derechos humanos, indiferente al calentamiento global, aliado incondicional a Estados Unidos y convencido de que la astucia es un valor superior al de la honestidad. Así mismo, podría haber votantes que busquen un presidente únicamente con experiencia política y con títulos universitarios, otros pueden aspirar a un presidente con experiencia empresarial. Otros podrían querer ser gobernados por una persona con una mezcla de esas características y otros, con una visión más acotada, podrían estar interesados en un solo atributo, por ejemplo, que crea en la distribución equitativa del ingreso, que esté comprometido con la disciplina fiscal o que sea honesto.
Es alrededor de este tipo de posiciones en asuntos sustantivos y valores morales e ideológicos donde se debería concentrar el poder de las mayorías que debe garantizar la democracia. Creo que, para lograrlo, la democracia del futuro debe tener las características que a continuación detallo.
A los electores se les presentaría dos papeletas: una con una lista de decisiones posibles en materia sustantiva sobre los asuntos más relevantes para el desarrollo y otra con una lista de valores. Cada uno votaría en cada papeleta en orden descendente de preferencia de acuerdo a la importancia que les endose. Más aún, los electores podrían añadir temas y valores que no están incorporados en las papeletas y darles con su voto el ranking de su preferencia.
Las votaciones se llevarían a cabo en teléfonos, computadoras o relojes inteligentes, accediendo por medio de una clave individual, a lo largo de varios días, de tal manera que los ciudadanos puedan decidir sin presiones el orden de sus predilecciones.
Utilizando herramientas tecnológicas (hoy en día de uso común), el resultado de las votaciones sería la lista de asuntos ordenados ponderadamente en el orden de preferencia otorgado por los ciudadanos en su conjunto. Es el mismo método que se utiliza en los países donde existe el voto preferente, solo que en este caso estaría destinado a ranquear preferencias en relación con asuntos sustantivos, no en relación con nombres de aspirantes.
En esta etapa del proceso democrático —la centrada en asuntos sustantivos y valores— los electores estarían escogiendo los atributos (el pensamiento, la personalidad, la experiencia, etc.) que deben caracterizar al presidente. Su participación y su expresión de poder se focalizaría en construir por mayoría el perfil programático y moral del presidente deseado, no en escoger el presidente.
En esta tarea entraría la ciencia de datos como herramienta para seleccionar entre las personas que aspiran al poder la que más se acerca al programa de gobierno y los valores preferidos por la mayoría de los votantes. Para ello, se utilizaría todos los registros de información desde la niñez, incorporados en escuelas, colegios, universidades, clínicas, bancos, autoridad tributaria, registros de la propiedad, migración, ministerio de trabajo, instituciones y empresas aseguradoras, ministerio de transportes, Poder Judicial, protocolos de abogados, cámaras de vigilancia (CCTVs), emisores de tarjetas de créditos, internet de las cosas, IA, agencias de inteligencia, así como discursos, escritos, exámenes, trabajos de graduación, correos electrónicos, mensajes por redes sociales, etc.
Dada la normativa protectora de la privacidad, un requisito para aspirar a la presidencia (o diputación, alcaldía, etc.) sería autorizar a la autoridad electoral —quien sería la encargada de implementar la ciencia de datos— a que permita a los algoritmos buscar y acceder a toda información sobre el aspirante. El fundamento de esa obligación sería que nada puede ser privado de quien aspire a administrar lo público.
Elegido el presidente de esta manera, las debilidades de la democracia señaladas al inicio serían superadas. Las computadoras y los programas que recopilarían, administrarían y procesarían los datos escogerían al candidato que tenga las características personales y conceptuales más cercanas a los valores y las prioridades programáticas y conceptuales que los votantes esperan que tipifiquen a su presidente. La carencia de información de los votantes por cualquier razón (incapacidad, imposibilidad o desinterés) ya no sería obstáculo para escoger a la persona que más se acerque a sus visiones, pues ese es el problema que precisamente resolvería la utilización de la ciencia de datos.
Además de las ventajas señaladas, esta metodología podría eliminar la necesidad de los partidos políticos y de las campañas electorales alrededor de personas. Estas se centrarían exclusivamente en programas y valores, pues las personas serían escogidas por los algoritmos.
Todo ciudadano podría aspirar, siempre y cuando permita que la información completa sobre su vida esté a disposición de los algoritmos de la ciencia de datos. Entonces serán escogidos de acuerdo con lo que efectivamente son y han sido y no de acuerdo con lo que en una campaña tapicen, prediquen y prometan. En la práctica, los ciudadanos seleccionarían los valores y el programa de gobierno de su preferencia y los algoritmos escogerían al aspirante más identificado con esos valores y ese programa.
No deberíamos esperar a que los problemas que enfrenta el sistema democrático lo destruyan; más bien deberíamos perfeccionarlo, por medio de una ruta como la aquí sugerida.
En lugar de temer o negar los avances tecnológicos, debemos maximizar su uso y ponerlos a nuestro servicio. Antes de permitir que los enemigos de la democracia sigan cosechando triunfos, derrotemos sus métodos con tecnología.