Las palabras que titulan este artículo, pronunciadas en su apasionado discurso por el presidente de la República Popular China en la plaza Tiananmen durante las celebraciones del centésimo aniversario de la fundación del Partido Comunista Chino, no deben ser tomadas a la ligera por Occidente como un simple eslogan político más. La proclamación  de las mismas refleja el sentir colectivo de la nación ante los traumáticos episodios históricos que el gigante asiático tuvo que atravesar en los siglos XIX y XX y constituyen un factor determinante en su política exterior y doméstica. El exponencial crecimiento económico chino de las últimas décadas le ha permitido a Xi respaldar sus palabras con hechos a través de un acelerado rearme y una audaz modernización de las capacidades militares y tecnológicas del país, no solo para proteger su soberanía y su integridad territorial, fortalecer sus reclamos territoriales y áreas de influencia en el sureste asiático, sino también para mandar un claro mensaje a Occidente que el Partido Comunista Chino ha transformado en una efectiva herramienta para aumentar el respaldo de la población al gobierno: “Nunca más nos volverán a humillar. Ahora nos tienen que respetar”.

La reciente cumbre del G7 no apuntó hacia esa dirección. La reacción china no se hizo esperar: “El G7 utilizó temas relacionados con China para difamar y atacarnos e interferir descaradamente en nuestros asuntos internos”, declaró Wang Wenbi, portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores chino. China es una civilización milenaria y considera una humillación el que otros países le traten de imponer sus valores como, incluso apoyados por las armas, lo han hecho las potencias occidentales.

Durante los llamados cien años de humillación, China se vio obligada a firmar tratados terriblemente desventajosos con potencias extranjeras y sufrió explotación económica además de pérdidas territoriales. Gran Bretaña, haciendo uso de su poderío militar durante las llamadas guerras del opio, obligó a China a recibir opio  como pago por los bienes que China exportaba después de que la dinastía Qing hizo un vano intento por restringir su comercio. Dada la extremada superioridad militar británica, China no ofrece resistencia, se doblega y abre sus puertos a las potencias europeas.

En 1876, Japón, impone su superioridad militar y obliga a Corea, un Estado vasallo chino, a firmar bajo coacción un desventajoso tratado que de hecho la convierte en un protectorado japonés reconocido como tal en 1904. Pocos años más tarde Corea es anexada al Imperio del Japón. Esto constituyó un duro golpe para China y contribuyó aún más al desprestigio de la dinastía Qing.

A comienzos del siglo XX estalla la llamada Rebelión de los Boxers, una organización secreta que canalizó el sentimiento de frustración de la sociedad china humillada por la intervención de potencias extranjeras en su política y economía, así como por la sumisión Qing ante las monarquías europeas. La emperatriz Cixi, la nobleza  y la casta militar china, después de titubeos iniciales, apoyaron  la sangrienta rebelión que predicaba el exterminio de los extranjeros y los chinos cristianos. Los Boxers asesinaron a mansalva a funcionarios extranjeros, misioneros cristianos, mercaderes y hombres de negocio. La gota que rebasó el vaso fue el asesinato del embajador de Alemania. Las potencias extranjeras reaccionaron.  Gran Bretaña, el Imperio Austrohúngaro, Francia, Alemania, Japón, Italia, Rusia y Estados Unidos enviaron tropas que lograron sofocar la rebelión y someter al ejército chino. La emperatriz viuda Cixi escapó. Pekín fue tomada por las tropas invasoras que se dedicaron al saqueo de la ciudad, donde no escasearon las violaciones. Se estima que 100.000 personas pueden haber perecido en la revuelta y China fue obligada a pagar reparaciones de guerra.

En 1931 Japón invade China, toma Manchuria y seis años después Pekín. Más tarde Nanjing cae ante ante el ejército imperial japonés.

China, en boca de Xi Jinping, sostiene que en Nanjing las fuerzas japonesas masacraron a más de 300.000 personas entre prisioneros de guerra y población civil. También se ha alegado que alrededor de 20.000 mujeres y niñas fueron violadas durante lo que se conoce como la “Masacre de Nanjing”. Japón cuestiona estas cifras y hasta hoy los historiadores no han podido ponerse de acuerdo en el cálculo del número de víctimas que oscila entre 40.000 y 300.000. Hasta el día de hoy la Masacre de Nanjing sigue siendo un poderoso factor de discordia que entorpece la normalización de las relaciones sino-japonesas.

El rearme chino y sus reclamos territoriales han desatado una alarma en Japón que durante décadas ha basado su influencia internacional en su poderío  económico y comercial y no en su capacidad militar. Esto ha cambiado. No sólo Japón ha iniciado un proceso de rearme, sino que  su parlamento apoyó una  reinterpretación de la Constitución para, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, permitir movilizaciones militares japonesas en el exterior. Estados Unidos le ha dado su bendición al rearme japonés. Sin embargo, la falta de consistencia en la política exterior norteamericana y el deterioro de algunas de sus alianzas tradicionales en momentos de la global y agresiva expansión comercial, financiera y tecnológica china, han deteriorado marcadamente las áreas de influencia de Estados Unidos, especialmente en África, América Latina y el Medio Oriente, donde la penetración china se acentúa cada vez más.

Graham Allison, quien fuera decano de la Kennedy School, la escuela de ciencias políticas  de la Universidad de Harvard, en su libro Destined for War nos advierte  que la historia ha demostrado que las posibilidades de guerra son muy altas cuando una potencia dominante cree amenazada su hegemonía por una potencia emergente. Allison describe una serie de casos que desembocaron en sangrientas guerras; pero también cita pocas excepciones, siendo la más reciente la de Estados Unidos y la Unión Soviética. A diferencia de la Unión Soviética y Estados Unidos e incluso de potencias europeas, China no ha enviado tropas al exterior. China no ha ocupado otros países, ni ha buscado imponer sus valores o su modelo político y económico en  sus crecientes áreas de influencia. Esto debería facilitar un entendimiento que conduzca a una provechosa paz duradera en la que manteniendo las partes sus diferencias ideológicas, puedan cooperar en áreas de importancia global. Occidente al negociar con China debe reconocer las capacidades por las que el gigante asiático exige respeto hasta el límite en que, como plantea Kissinger, “la definición china de respeto entre en conflicto con nuestra seguridad nacional”.  Para negociar exitosamente con China y reducir las posibilidades de un horrible conflicto armado entre dos potencias nucleares hacen falta en las democracias occidentales los fuertes liderazgos de las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, que pareciesen hoy brillar por su ausencia.


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