“Esconde tu fuerza, espera tu momento”.
Con esta frase, Deng Xiaoping establecía las bases estratégicas –el gradualismo, la flexibilidad ideológica y la discreción– del imparable ascenso económico del país asiático tras la muerte de Mao Tse-tung. Casi cincuenta años después de la presidencia de Deng, el estatus de China como potencia económica ya no es objeto de debate.
Los sucesores de Deng centraron su atención en el crecimiento económico, mientras China mantenía un perfil bajo a nivel internacional. A pesar de las incógnitas sobre el tercer mandato de Xi Jinping, ha quedado patente que en el concepto de la «revitalización de la nación china» que promulga el actual mandatario chino no cabrá la discreción geopolítica.
Xi Jinping afronta su tercer mandato, que sin duda será ratificado durante el XX Congreso Nacional del Partido Comunista Chino que se está celebrando a lo largo de esta semana, en un momento delicado. Según Oxford Economics, la economía china crecerá aproximadamente en torno al 4,5% al año durante la próxima década, con una bajada del 3% de crecimiento económico anual para la década que empezará en el año 2030. Los datos de crecimiento económico de China en las últimas cinco décadas, que en numerosas ocasiones superaban el 10%, pasarán a ser cosa del pasado.
Ante este escenario, no sería improbable asistir a una convergencia entre los datos de crecimiento económico de China y Estados Unidos, un acontecimiento que no ocurría desde 1976, el año de la muerte de Mao Tse-tung. Sin ir más lejos, hace unas semanas el Banco Mundial revisaba los datos de crecimiento de China para este año a un 2,8%, tan solo tres décimas por encima de la previsión del mismo organismo para la economía estadounidense.
En las últimas décadas, una parte importante del pensamiento occidental sobre China se ha centrado, acertadamente, en la necesidad de integrar al gigante asiático en la comunidad internacional para que su rápido ascenso económico fuese pacífico. En las próximas décadas, la comunidad internacional tendrá que prepararse para un escenario en el que las cifras de crecimiento del PIB de China no vayan más allá de un crecimiento moderado, incluso bajo.
Además, China asiste a un resquebrajamiento de su pacto social como consecuencia de las grandes desigualdades que ha generado su espectacular crecimiento económico. Aunque Xi Jinping quiera atajar este problema, quedará por ver cómo puede llevar a cabo su programa de «prosperidad común» (common prosperity) sin que afecte demasiado a su principal fuente de legitimidad social, el crecimiento económico, o al espacio que tenga el sector privado para seguir participando en el desarrollo económico del país.
La salud de la economía global depende en gran medida de la salud de la economía china, y de su apertura comercial. El Puerto de Shanghái, el más grande del mundo en cuanto a volumen de comercio anual, ha estado parado durante meses como consecuencia de las políticas de cero-COVID, lo que ha resultado en una caída del PIB de la provincia de Shanghái de un 13,7%.
Durante este siglo, China no va a querer comportarse como un mero espectador de la coyuntura internacional. Los acontecimientos más recientes –como la reunión de la Organización de Cooperación de Shanghái en Samarcanda, en la que Putin se vio obligado a reconocer las «preguntas y preocupaciones» de China respecto al conflicto en Ucrania – fueron un necesario recordatorio del papel que quiere jugar China en el orden internacional del siglo XXI.
Xi Jinping ha sido claro en su voluntad de que China sea un participante activo en la conformación de un nuevo orden internacional. Al fin y al cabo, es cierto que el actual sistema gobernanza global es una creación de los países que conformaban Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, que fundaron instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y que establecieron la primacía del dólar en la economía global.
Como argumenta Kevin Rudd, en su último libro The Avoidable War, China quiere participar en la creación de las normas globales que van a regir el orden internacional del siglo XXI. Aunque está por ver cómo pretende China reescribir estas normas, lo cierto es que difícilmente el orden internacional liberal surgido del final de la Segunda Guerra Mundial podrá perdurar sin modificaciones.
Más allá del próximo mandato de cinco años, resulta difícil predecir cuánto tiempo permanecerá Xi Jinping como presidente. Sin embargo, vistos los acontecimientos más recientes –como la tercera resolución emitida recientemente por el Partido Comunista Chino, en la que se eleva el estatus histórico de Xi al nivel de Mao Tse-tung y de Deng Xiaoping– una presidencia indefinida de Xi Jinping al frente del Partido no resultaría inverosímil.
Xi Jinping tiene sentido de misión histórica que podría ser catastrófico. En aras de asegurar su legado en la historia del Partido Comunista, Xi no esconde sus intenciones de «recuperar» Taiwán. Sobre este asunto, es crucial que tanto China como Estados Unidos sigan manteniendo las líneas de interacción diplomática abiertas para evitar ulteriores escaladas.
Las relaciones entre China y Estados Unidos serán determinantes para el transcurso del siglo XXI. Su capacidad para hacerlo dependerá no sólo de las ambiciones geopolíticas de Xi, sino también del futuro político de Estados Unidos. Tras el Congreso del Partido Comunista, para tener una imagen más completa de la dirección que tome el siglo XXI, tendremos que esperar a las elecciones de medio mandato en Estados Unidos que se celebrarán en unas semanas, y que pueden servir de termómetro de la salud política de la democracia estadounidense. También podrían tener un impacto significativo en el futuro de las relaciones sino-americanas.
Un decoupling entre las economías de Estados Unidos y China sería catastrófico para ambos países, por lo que es imperativo evitar ese escenario. Mientras que la salud política y económica de China y Estados Unidos es fundamental para la gobernanza global, abordar problemas globales como el cambio climático será imposible sin la cooperación de ambas potencias. Si queremos construir un nuevo orden global adecuado a los retos del siglo XXI, deberán prevalecer la cordura y la sensatez.
Javier Solana, ex alto representante de la UE para la Politica Exterior y de Seguridad Común, secretario general de la OTAN y ministro de Asuntos Exteriores de España, es presidente de EsadeGeo – Centro de Economía Global y Geopolítica y miembro distinguido de la Brookings Institution.
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