La posibilidad real y objetiva de la caída de Maduro, postergada por la pusilanimidad, la cobardía y sobre todo por la asombrosa miopía del Departamento de Estado y los gobiernos del Grupo de Lima, incapaces de comprender la dimensión global de la crisis venezolana, ha desembocado en los Idus de Santiago.
Conscientes los cubanos de que no hay mejor defensa que un buen ataque, como lo enseñara Sun Tzu hace más de dos milenios, lanzaron sus mastines de la izquierda castrocomunista chilena sobre la yugular del liberalismo latinoamericano: el gobierno de Piñera, los felices resultados de la concertación y los logros de la modernización.
En un ataque combinado, cuyas líneas gruesas fueran decididas en el último encuentro del Foro de Sao Paulo, no por azar celebrado en Caracas, el centro de los ataques de este fin de semana en la capital y las principales ciudades chilenas fueron las instalaciones gubernativas y el Metro de Santiago y Valparaíso.
El alza del precio de las tarifas de la movilización fue el pretexto perfecto: desde que tengo uso de razón esa ha sido la causa inmediata de todos los motines y levantamientos insurreccionales chilenos. Está en el ADN de la izquierda. De allí el odio reconcentrado, la fiereza y la decisión con los que las hordas desbordadas por órdenes del Partido Comunista, del Partido Socialista y de los resabios sobrevivientes de la llamada izquierda revolucionaria se dedicaron a vandalizar y destruir las modernas instalaciones del Metro, llegando al extremo de incendiar un importante edificio de comunicaciones.
Las órdenes impartidas por el llamado Frente Amplio, que reúne a las fuerzas contestatarias de la izquierda castrista, eran las de jugarse el todo por el todo e incluso dejar la vida en el intento por subvertir el orden público. Unas órdenes desmentidas por los responsables del Frente, cuando los hechos confirmaban la implacable veracidad de las órdenes: Santiago, Valparaíso y otras ciudades del interior del país estaban en llamas.
Las reacciones de las redes demuestran el largo período de incubación de la barbarie: “Chile despertó”, han exclamado alborozados los jóvenes mensajeros del rencor, del odio y la venganza. Intentando hacer tabula rasa de los 46 años transcurridos desde el golpe de Estado que derrocara a Salvador Allende e instaurara la Junta militar de gobierno. Que impulsara el más importante y exitoso esfuerzo de modernización llevado a cabo en América Latina. Han bastado unas pocas horas para que el clima de convivencia pacífica y entendimiento nacional instaurado por 20 años de concertación democrática saltara por los aires.
Los denodados esfuerzos hechos por el gobierno de Sebastián Piñera para asegurar ese clima de convivencia tratando de satisfacer las exigencias de todos los sectores, los más radicalizados no lo han agradecido: lo han comprendido como un evidente y tembloroso signo de debilidad. Que ha terminado por quebrantar la unidad democrática y enfrentar a los dos grandes factores de la derecha chilena: la que insiste y persevera en la vía del entendimiento, buscando el mayor distanciamiento posible del pinochetismo chileno, y las de quienes saben que sin Pinochet y con Allende, Chile hubiera sido la primera Venezuela poscastrista.
Es la indesmentible fuerza de los hechos: en un trágico quid pro quo la izquierda chilena quisiera rebobinar la historia y retroceder cincuenta años el inexorable curso de la historia. De allí la impotencia –la historia no es reversible– traducida en el ruido y la furia de los dramáticos sucesos de esta insurrección de fuego y cenizas. De pronto, el Chile ejemplar que supo sobrellevar, superar y metabolizar sus diferencias, despierta del sentido común para volver a la pesadilla del desencuentro. El terror se ha apoderado de quienes juraban que jamás volverían a los setenta. La herida se ha reabierto. Y el temor a revivir la tragedia ha comenzado a morder las carnes de un Chile sorprendido en sus mejores intenciones. Ya resuenan los gritos desesperados del 11 de septiembre.
No es pescar en río revuelto insistir en la principalísima responsabilidad de la dictadura venezolana y del servil agente de la Secretaría América, el colombo venezolano Nicolás Maduro, en la organización y realización de estos luctuosos sucesos. E insistir en la grave desidia y desinterés del Departamento de Estado y del Grupo de Lima en matar la serpiente por la cabeza. No haber procedido tempranamente a intervenir con todos los medios disponibles –que estaban sobre la mesa, según el Secretario de Estado, Mike Pompeo– a desalojar a Maduro y cortar el cordón umbilical que une a la satrapía venezolana con la tiranía cubana comienza a traducirse en hechos. Latinoamérica se enfrenta al feroz embate del castrocomunismo.
Chile preanuncia el futuro. Aún es el momento de invocar el R2P y el 187.11 constitucional por parte de Juan Guaidó y la Asamblea Nacional venezolana, para que nuestros aliados procedan a extirpar el mal de raíz. Mañana es demasiado tarde. No hacerlo ahora es un crimen de lesa humanidad.