“El Estado es Constitución. Su constitución es su alma, su vida concreta y su existencia individual.” Carl Schmitt, Teoría de la Constitución. Bonn, 1927
A José Antonio Kast
Inimaginable que el empresario Sebastián Piñera pusiera en juego toda su fortuna personal por resolver un pleito menor de una apuesta de circunstancias. ¿Por qué entonces, convertido circunstancialmente en político y presidente de la República, pone en juego la Constitución de nuestra Nación, el ordenamiento jurídico de nuestro Estado de Derecho, normativo para todos los chilenos, para resolver un impasse político menor con las fuerzas de la izquierda extrema chilena, peón y vasallo del castro comunismo continental? ¿Es la Constitución de la República de Chile un apaga fuegos político? ¿Basta, para relativizarla y convertirla en juego de pasiones, con incendiar algunas estaciones de metro y destruir unos costosos vagones del transporte público? ¿Puede un pequeño grupo de terroristas políticos poner en jaque la existencia misma del Estado, e imponer como punta de lanza de la izquierda castro comunista chilena la revisión de nuestro ordenamiento jurídico, esencia de nuestra nacionalidad, para cambiar de raíz el estatus de nuestra existencia como nación mediante una Constituyente brotada de sus calenturientos caletres? ¿Es Chile una república caribeña y bananera, de constituciones de quita y pon según el capricho del mayoral de turno? ¿Somos una Nación de bárbaros incivilizados?
El mal está hecho. Con una frivolidad indigna de nuestros doscientos años republicanos, la clase política chilena ha aceptado jugar a la Constituyente, perfectamente consciente de que ella no es más que el portón que da a las accidentadas avenidas del neocomunismo castrochavista. Porque la nueva Constitución en perspectivas no prohibirá incendiar vagones y estaciones del metro suburbano santiaguino, ni establecerá drásticas y rigurosas penas carcelarias a quienes lo hagan, pero podría permitir la reelección del presidente de la república tantas veces como sus seguidores quisieran imponérselo al resto de los chilenos, modificar la existencia y número de las cámaras legislativas, prohibir la propiedad privada o permitir la estatización de las empresas privadas por simple mayoría de los cuerpos legislativos. Hacer del gobierno un parapeto al servicio del caudillo de turno y permitirle disponer de los ejércitos de tierra, mar y aire para cualquiera de sus aventuras personales.
No hay, en efecto, detrás de este prurito constituyente que afecta a los chilenos desde los disturbios del 19 de octubre de 2019, ninguna necesidad de orden jurídico, histórico estructural, de derecho constitucional. No viene a resolver un conflicto socio político, sino a crearlo. Tal como sucediera en Venezuela, cuyo ejemplo se sigue por órdenes de La Habana. La Constitución venezolana de 1961, alcanzada con rigurosa y cívica parsimonia tras siglo y medio de revueltas, insurrecciones, revoluciones y dictaduras, que crearan, a partir de 1812, 26 constituciones o reformas constitucionales, permitió estabilizar la democracia, luego de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, vertebrar un sistema democrático bipartidista, impedir la reelección inmediata del presidente de la República y garantizar a plenitud la existencia del régimen democrático durante cuarenta años. Hasta el infausto golpe de Estado militar del teniente coronel Hugo Chávez Frías, que ha sumido a Venezuela en una horrenda tragedia y una espantosa crisis humanitaria.
La Constitución de 2001 comenzó por cambiar “formalidades identitarias” de la República de Venezuela, aparentemente intrascendentes. En primer lugar, se cambió su nombre de República de Venezuela, a secas, como se la designaba desde la Independencia de España en 1810, por República “bolivariana” de Venezuela, con lo cual se le entregaba a los “bolivarianos” – vale decir: al golpismo chavista que se reclamaba, apropiándoselo, del general Simón Bolívar y su militarismo irredento –la propiedad nominalista de la República. Ser “bolivariano” se convirtió en imposición regimental. Los costos fueron descomunales: debieron reimprimirse todos los impresos y documentos oficiales. Desde simples papeles bond de todas las oficinas públicas, hasta cédulas de identidad y pasaportes. Pero se imponía una ideología estatista, aparentemente nominalista, pero de hondo influjo subconsciente. Se fue más lejos y en una aparentemente absurda decisión, se ordenó cambiar la dirección hacia la que apuntaba la cabeza del caballo del escudo nacional – la derecha – hacia la izquierda. La voluntad era manifiesta: imponerle a la ciudadanía la figura de Bolívar, identificada con Hugo Chávez, y hacer de la República un Estado socialista, de “izquierdas”. Tal como lo repitiera incansablemente el caudillo bolivariano, Venezuela iba hacia Cuba, “la isla de la felicidad”. Tanto lo creyó, que prefirió ir a morirse en La Habana que hacerlo en Sabaneta, el lugar de los llanos venezolanos en donde había nacido. Murió solo, profundamente infeliz y desgraciado, pero satisfecho en su porfía de identificarse con Fidel Castro.
Chile nunca fue tierra de caudillos militaristas. Y su cultura ha sido ejemplarmente civilista: portaliana antes que carrerista. Y ni O’Higgins ni José Miguel Carrera, ni Manuel Rodríguez constituyeron un culto venerable. O’Higgins, el guacho, y Carrera, el aristócrata rebelde, jamás alcanzaron la dimensión popular de un Bolívar, rico y joven aristócrata venerado como un semi Dios y único valor nacional venezolano, a falta de otros más auténticos y verdaderos. “El Culto a Bolívar”, de Germán Carrera Damas, es posiblemente la obra de historia más popular de la historiografía venezolana. Describe las razones de Estado de esta superchería. Fue escrito antes de que Bolívar fuera sacado de su urna y sus despojos fueran manipulados en vivo y en directo por santeros y fumadores de tabaco cubanos para respaldar con santería y otras manipulaciones del gansterismo religioso afrocubano, la popularidad del caudillo Hugo Chávez Frías entre las mayorías ignorantes del pueblo venezolano.
Basta revisar todos esos datos de nuestra cultura para ver cuán distante está Chile de la barbarie caribeña que castro comunistas y chavistas pretenden inocular en la conciencia histórica chilena. El camino constituyente es el regreso a una barbarie que nunca tuvimos. Rechazar la tentación de la barbarie constituyentista es obligación de la civilizada cultura cívica y patriótica chilena.
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