Iba yo esta tarde, hace apenas unas horas, tranquilo a coger el Metro. Lo único bueno que la situación derivada del covid ha traído a mi vida es que ya no suelo tener prisa para casi nada, así que, como decía, iba tranquilo, absorto en mis pensamientos, los cuales, como el volcán de la Palma brotan, muchas veces, a su libre albedrío, cuando de repente he visto en el suelo, junto a la tapa de una alcantarilla, un céntimo de euro.
No es que el hallazgo revista ningún valor monetario, se entiende, pero yo me he agachado a cogerlo. Podría decir que, con una mujer que es capaz de hacer la compra en cuatro sitios distintos porque se sabe las ofertas de todos los supermercados del barrio, dejar pasar un céntimo de euro es como hacerle una afrenta, pero la verdad de todo esto es que yo considero un signo de buena suerte hallar un céntimo de euro. No me pregunten por qué. Como todas las supersticiones en la vida, carece de toda base científica, pero yo decido en lo que creo y en lo que no. Bien es verdad que da mucha mejor suerte encontrarse un billete de quinientos euros, pero esto último no suele ser muy común.
Así que, en pro de la buena suerte y de la conciencia tranquila, me he agachado a recoger ese céntimo de euro y me lo he echado al bolsillo. Tengo que decir que, a mis cincuenta y un años, el hecho de agacharse a recoger algo del suelo convalida como ir al gimnasio un cuarto de hora, dado que siempre he sido más rígido que el mástil de la Perla Negra y mis rodillas han visto mejores tiempos. Así que, una vez reanudada la marcha, el tema de la monedita me ha hecho pensar.
Tengo que decir que, últimamente, esto de pensar lo dejo para la literatura. Sí señor, soy un firme convencido de que pensar está sobrevalorado y no te lleva, en muchas ocasiones, sino a aumentar indebidamente tu confusión, así que cuando me sale un pensamiento, que es como cuando brota una rosa en el rocaje vivo, lo atrapo inmediatamente, con el fin de tratar de convertirlo en esto, en escritura, en literatura. No diré que llego al nivel de Julio Cortázar, que escribía en servilletas de papel las ideas que le venían a la cabeza en los cafés de París, pero es que yo, indudablemente, no soy Julio Cortázar, ni ganas de serlo. Con ser Julio Moreno ya tengo trabajo para dos vidas.
Así que este pensamiento atrapado entre dos mundos, me ha hecho recordar que en mis tiempos jóvenes, con una peseta te podías comprar un chicle. Yo diría, siendo demasiado audaz, que tengo recuerdos incluso de la existencia de chicles de diez céntimos. Esto no quiere decir que viví el asedio de Cádiz por el ejército napoleónico. Para ser honesto, nací en 1970.
Es verdad lo de los chicles de peseta. Yo he vivido los años en los que la paga de un chaval eran cinco duros, o sea, veinticinco pesetas, por si hay algún millennial entre el respetable. Con veinticinco pelas, podías pasar perfectamente la tarde del sábado, si no eras muy ambicioso. Para un refresco y una bolsa de ganchitos te daba de sobra. Y eso que, entonces, no existían las tiendas de los chinos y te tenías que ir a la panadería o al ultramarinos del barrio, que no lo llevaba uno de Pekín, sino de Valladolid o de Cuenca, de los que cerraban los domingos para descansar, como hizo Dios. Aunque los chinos de ahora se nos están aburguesando y ya muchos también se toman su día de descanso. Eso sí, no ves un chino en un bar ni de coña.
Me acuerdo de aquellas palmeras de chocolate que vendía Eulogio, mi panadero, que se terminaba el recreo y todavía te quedaba la mitad, para la merienda. O esas donas, de Panrico, inigualables. Eso sí que es una fórmula secreta, y no la de la Coca Cola. Nunca me he vuelto a comer una dona como aquella, que el panadero envolvía en papel marrón, de estraza.
O cuando ibas a la frutería y te ponían la fruta en unos conos que el frutero hacía con papel de periódico. Eso sí que era reciclar. Las noticias de hoy, los envases de mañana, el papel higiénico de pasado mañana. Tres vidas tenía el periódico, a cual más importante.
Ahora, para reciclar, tenemos que tener cuatro cubos en la cocina, que no cabemos nosotros en pro de nuestra conciencia ecológica.
Otra cosa muy de los setenta, que casi ha desaparecido, es el vino con casera. Mejor dicho, la casera. Si ahora vas a uno de estos restaurantes tan cool y pides una casera, supongo que te disecan y te ponen en una vitrina, como espécimen raro. Y qué bueno estaba, en verano. Ni tinto de verano ni ostias. Un vino con casera de la de toda la vida.
Son tantas las cosas que han quedado en el camino. Las canicas, la peonza, el hula hop, los tirachinas, la lima. Juegos como el escondite o el balón prisionero, la rayuela, las chapas. Me pregunto, desde mi incipiente vejez, que habría sido de nosotros si algún iluminado nos hubiera robado la inocencia, como les ha ocurrido a nuestros hijos.
Pregúntenle a sus hijos que es una canica, una peonza, una taba. Entiendo que las generaciones evolucionan, pero, en este caso, hemos involucionado. Me pregunto si, el día de mañana, nuestros jóvenes conservarán algún amigo de la infancia, como, afortunadamente, me ocurre a mí.
A veces, menos es más. No cambio yo mi bicicleta California Star, con sus ruedas rosas, por el Iphone de mis hijos. Mi bici me daba libertad, mientras su tecnología, se la está robando. Y, lo peor de todo, les está esclavizando.
Aquellos tiempos no volverán, salvo que toda esta tecnología, toda esta despersonalización, explosione y muera de éxito, como parece que le está pasando al mundo y nuestros hijos, o nuestros nietos, tengan que volver a jugar con palos.
Y sean, al fin, una generación libre.
Sean felices, si pueden.
@julioml1970