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Chernóbil submarino

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En el verano del año 2000, apenas comenzando el siglo, ocurrió una catástrofe profética, de anticipación. Algunos la llamaron el “Chernóbil bajo el agua”, salvando las obvias distancias.

Entonces, un submarino nuclear sufrió un accidente durante una maniobra conjunta de la fuerza militar rusa.

Todos los tripulantes perecieron como consecuencia de la tragedia. Vladimir Putin fue acusado y responsabilizado por el pésimo manejo de la crisis. Los lastres de la Unión Soviética hundían la credibilidad de los nuevos aires de modernidad surgidos con el deshielo en el Kremlin. Hoy Moscú sigue vendiendo su chatarra comunista a Estados forajidos como Venezuela.

Por tal motivo, conviene detenerse en el estreno de Kursk, un filme proyectado sigilosamente a sala llena en funciones comerciales del circuito caraqueño. Lo descubrimos el viernes pasado con una gran aceptación del público.

Sorprende la disposición de la audiencia de verse reflejada en la pantalla a través de una historia distante y a la vez cercana por su crónica de una muerte anunciada.

Filmada con mano maestra por Thomas Vinterberg, la película contiene altos valores de producción, inspirados en hechos reales. El único punto discutible sería la imposición del idioma inglés para contar el relato, marcando el acento como en las clásicas cintas de espías de la guerra fría.

Sin embargo, el director sabe sortear los escollos y trámites de la inversión a escala global, con la inteligencia y la sensibilidad de un artesano curtido en las batallas del cine danés.

El realizador debutó en Cannes con la apreciada Festen, bajo la tutela de Lars von Trier, para el año 1998.

La tensión naturalista de aquella “celebración” logra colarse en el montaje de Kursk, sobre todo en los instantes de suspenso. La cámara en mano, como sello estético del autor, imprime ritmo a las secuencias iniciales de una aparente normalidad a punto de estallar. Dos personajes contraen nupcias delante de nosotros, generando una empatía inmediata con ellos y sus problemas.

Acierta la profesora Malena Ferrer al ponderar la destreza del creador para filmar una boda con la fuerza de Melancolía y el nervio de Michael Cimino en El francotirador, una de las influencias para Tomas Vintenberg al instante de diseñar La cacería, nominada al premio de la Academia.

El reparto congrega a figuras de renombre en Europa: Matthias Schoenaerts, Léa Seydoux, Colin Firth y Max von Sydow. Hemos crecido admirándolos en la pantalla y aquí hacen un trabajo contenido dentro su sobria corrección interpretativa.

La mujer expresa la indignación de la sociedad frente a las mentiras y las dilaciones del poder, a la hora de enfrentar la coyuntura. Los burócratas mantienen un discurso oficialista plagado de imprecisiones, justificaciones y excusas.

La censura y la desinformación acaban generando un naufragio de proporciones dantescas, imposible de ocultar a la opinión pública. La manipulación de ruedas de prensa despierta un clima de sospecha y familiaridad. En el país, Jorge Rodríguez vive fabricando potes de humo de una calaña similar.

En medio de la debacle emerge un foco de insurrección e independencia en la decisión de los protagonistas de intentar resolver la situación por propios sus medios. La ayuda internacional tarda en llegar, siendo frenada por el orgullo prepotente de los causantes del problema.

Así, el filme replantea el mensaje de El acorazado Potenkim, señalando a una élite partidista de ahogar a sus discípulos, al oponer la soberbia nacionalista a la resolución del conflicto.

La institución dedica un funeral a las víctimas. Las generaciones de relevo niegan el saludo condescendiente de los culpables de la operación frustrada. La cara seria de un niño interpela al público, anunciando futuras sediciones y esperanzas de cambio.

 

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