Si yo fuese una persona normal, atenta a la cortesía y respetuosa de las etiquetas y las afectaciones protocolares, o hubiese frecuentado las páginas del Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño y prestado mayor atención a las ha tiempo olvidadas lecciones de Formación moral y cívica, dictadas por profesores cuya ordinariez ponía en cuestión sus pretendidas virtudes ciudadanas, tal vez hubiese comenzado estas iniciáticas divagaciones de 2021 deseándole al eventual lector de las mismas un feliz año nuevo; pero la normalidad no es mi fuerte y temo, dada la pandemia, tampoco lo sea del común de los mortales. ¿Quién se atreve a augurar venturas en medio del caos? Puesto a adivinar, adelanto respuesta en clave peótica de la poética de Cortázar y postulo a un rígido, organizado y sentencioso fama; ¡un cronopio ni de vaina!, pues el año, en Venezuela, se estrenó de atroz manera con, entre otras menudencias, un motín carcelario contra el hambre enseñoreada en el Centro de Formación del Hombre Nuevo «El Libertador» (Tocuyito) —¡vaya nombrecito!—, la ejecución del líder pemón Salvador Franco, mediante inhumana, metódica y calculada desatención médica, y el nombramiento como embajador extraordinario y plenipotenciario, representante permanente alterno de la Misión de Venezuela en la Unión Africana, del barranquillero Alex Saab —paisano y testaferro, dicen, de Nick el (ma)duro—, preso desde el 13 de junio de 2020 en Cabo Verde, por blanquear, a pedido del gobierno de facto, más de 350 millones de dólares.
Si yo fuese una persona normal y me atrajesen el orden y la meticulosidad, quizá habría elaborado a fines del año ido una lista de buenos propósitos para cumplir en el incipiente vigésimo primer año de la revolución bolivariana, entre ellos y, en primer término, cerrar el capítulo concerniente a Trump. De hacerlo, hubiese roto mis votos el pasado 6 de enero, cuando, en vez de celebrar con el roscón de rigor la Epifanía del Señor ante los Reyes Magos —erróneamente representados en los belenes pobres de mi gente pobre a lomos, mejor dicho, a jorobas de camellos, cuando en realidad montaban a caballo, dromedario y elefante—, festejé la victoria de los demócratas Raphael Warnock y Jon Ossoff sobre los republicanos Kelly Loeffler y David Perdue en los comicios senatoriales de Georgia, otorgándole al presidente Biden mayoría en las dos cámaras del Congreso. La arrechera del narciso pelirrojo debió ser mayúscula. O tal vez le supo a soda, abocado como estuvo a denunciar un improbable fraude electoral sin mostrar pruebas. No las necesitaba. El empresario circense Phineas Taylor Barnum, timador de altos vuelos, coleccionista de fenómenos y forjador de maravillas, sentenció «lo importante no es lo que ves, sino lo que crees ver».
El triunfo azul en un estado teñido de rojo desde hace décadas fue un rotundo mentís a las fantásticas teorías conspirativas del derrotado demagogo, creídas a pies juntillas por su fanaticada. Lo disfruté con gozo no exento de alivio y pude entonces mitigar la indignación sentida ante la investidura en el patio de un frenólogo revanchista, caricatura grotesca de Tamakún el vengador errante, una despeinada y federica matrona carcelaria, amante de conejos y picures, y un exgobernador de camaleónica conducta y no muy decorosa reputación, como presidente, primera vicepresidente y segundo vicepresidente de un írrito parlamento de utilería dispuesto a dar luz verde a la determinación madurista de instaurar, en nuestro país, un modelo de subordinación política y control social —sovietización o poder comunal—, regresivo en lo cultural y de probada ineficiencia productiva. Ello implicaría, emulando al carnicero Pol Pot y los Jemeres rojos de Camboya, arrasar el país, prescindir del mayor número posible de ciudadanos —de continuar la regencia escarlata, la diáspora se cifrará pronto en 7 millones de almas, superando oficialmente el número de refugiados sirios—, y condenar a la población restante a un humillante y crudelísimo vasallaje.
Mientras reflexionaba en torno al vacío institucional y la inutilidad de una cohabitación de poderes públicos duplicados en el limbo constitucional, uno substraído al soberano y apoyado en una fuerza armada devenida en pretoriana y mercenaria, y otro ficcional y más bien simbólico, legitimado de boquilla en el exterior, el huésped alienante mostraba a partidarios del multimillonario redentor a punto de ser desahuciado del 1600 de la avenida Pennsylvania, intentando perpetrar un putsch al estilo de los camisas pardas de Herr Adolf Hitler, tomando por asalto el Capitolio, sin medir las consecuencias de su alzamiento e infligiendo una herida de pronóstico reservado a la unidad de la nación norteña —en lo adelante cualquier candidato perdedor podría cantar fraude alegremente porque habrá quien le crea y lo coree—. Apenas iniciada la sesión de certificación del vencedor en las votaciones de noviembre, decenas de manifestantes penetraron en la sede del Congreso; blandiendo bates de beisbol y munidos de armas semiautomáticas, analgatizaron a la machimberra en las curules y vandalizaron las oficinas de senadores y representantes. “Trump mob storms Capitol” —la mafia de Trump asalta el Capitolio—, tituló The Washington Post en su edición del jueves; “Trump incites mob”, —Trump incita a la mafia—, The New York Times; y, en Texas, The Dallas Morning News no se quedó atrás: “Pro-Trump mob storms into Capitol” —Mafia pro-Trump irrumpe en el Capitolio—. Será muy difícil borrar de la memoria colectiva la frase mafia trumpista y las imágenes 1.000 veces repetidas de Yellowstone Wolf y su gorro de piel con cuernos, de las banderas del movimiento QAnom y, sobre todo, de la escalinata abarrotada de facciosos. Para bien o para mal, esta última podría disputarle notoriedad a la foto de Joe Rosenthal Raising the Flag on Iwo Jima (Alzando la bandera en Iwo Jima) y convertirse en emblemático recordatorio gráfico de un desbarro populista que ni tercer mundo adentro.
En la insurrección instigada por el cojo pato Donald perdieron la vida 5 personas. Ya se pronunciarán al respecto los voceros del Republican Party y no faltará quien eleve esas víctimas a la categoría de mártires de su causa, prodigando ditirambos y extendiendo ad nauseam sus 15 minutos de fama —¿quién es el responsable de esas muertes?—. La alcaldesa de la capital decretó un toque de queda y la guardia nacional acantonada en el vecino Missouri fue llamada en ayuda de las fuerzas de seguridad apostadas en el lugar de los acontecimientos, a fin de poner coto al insólito espectáculo neofascista. No pudieron los revoltosos impedir la certificación de Joseph Robinette Biden Jr., o Joe Biden a secas, como 46° presidente de la nación norteamericana. Trump, en ambiguo llamado yes, but not, con énfasis en los alegatos de fraude, procuró hipócritamente aplacar la ira provocada con su retórica surrealista. Demasiado tarde: el mal estaba hecho. Acaso no haya tiempo para someterle a un proceso de destitución (impeachment), mas sí para invocar la Enmienda 25 o juzgarle por sedición. Hay iniciativas rodando y no sé si prosperarán. En todo caso, destituirle sería ejemplar lección para pescadores en río revuelto.
La fallida asonada me puso a pensar en la indiferencia nacional frente al arrebatón del Poder Judicial consumado en vivo y en directo a través de una abusiva cadena televisual. Impertérritos, Juan, Petra, Ana, José y sus parientes se ciñeron a la reclusión forzada, con la esperanza de recibir tardíamente el pernil prometido en diciembre o, al menos, una escuálida bolsa CLAP. Nunca les llegarán ni el cochino ni los vencidos granos y harinas procedentes de México o Turquía. No votaron y se jodieron. Y así y todo se resignan. Dios proveerá —Abuelo, ¿dónde está Dios?—. Esta triste y dura realidad pareciera ser ajena a una oposición extenuada tras 21 años de ensayos y errores. Se preguntan sus cabezas cómo, por qué y hasta cuándo se sostiene Maduro en el poder, y no se atreven a ejercer la autocrítica. Se han convertido en parte del problema y no de la solución. Ahora, poco a poco se van alejando del interinato y hasta incurren en legalismos similares a los esgrimidos por el írrito tsj y el acusador público para justificar su deserción y condenar a Guaidó, blanco de la caza de brujas de Jorge Rodríguez, a la insoportable condición de apestado. Castigan su admirable tenacidad y envidiable coraje, y no sugieren un solo nombre en su reemplazo. Pregonan la caducidad de su mantra y no presentan opciones a quienes aún están dispuestos a batirse contra el zarcillo y su pandilla. No son pocos. Pero, con sobrados motivos, desconfían de una disidencia sin brújula, incapaz de concitar la unidad de todas las personas y organizaciones adversarias del modo de dominación bolivariano en torno a un objetivo único: acabar con la usurpación. El protagonismo mediático, los egos desmedidos, y la atomización de las fuerzas democráticas son, amigos opositores, el arma secreta de la dictadura madurocastrense; un arma tan letal y efectiva cual la credulidad de la América profunda, puritana y cavernícola donde sentó sus reales el chavotrumpismo. ¡Ah!, si yo fuese otra persona…