El pasado viernes 28 de junio se cumplieron 100 años de la firma del Tratado de Versalles. En Europa muy pocos lo recordaron, aunque tuvo una gran importancia histórica que fue rápidamente advertida por el mariscal francés Ferdinand Foch (1851-1929): “Este no es un tratado de paz, sino un armisticio de veinte años”. La predicción fue asombrosamente exacta, por lo que seguramente la historiografía ha tendido a identificarlo como la principal causa o antecedente de la Segunda Guerra Mundial. ¿Fue realmente así o se ha exagerado al darle un gran papel a su sentido de “humillación”?
Una rápida revisión de cualquier manual de historia universal contemporánea muestra el tratado como el primer antecedente de la Segunda Guerra. Muy probablemente fue A. J. P. Taylor (1961, Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial) el primero que a nivel historiográfico le dio tanta importancia, al resaltar la incapacidad del mismo para mantener la paz por establecer condiciones imposibles de cumplir para Alemania. Por citar solo un ejemplo: las indemnizaciones que se establecieron se terminaron de pagar en 2010. Pero especialmente por ser una potencia emergente desde finales del siglo XIX que ya había superado industrialmente a Francia y se equiparaba con el Reino Unido a principios de 1900. Y en medio de todo ello: culpar totalmente a Alemania por la Gran Guerra, por no hablar de una Europa Central y del Este formada por Estados altamente inestables debido a que fueron creados por los vencedores.
Algunos hablan de “excusa” más que causa, pero los que afirman tal cosa parten de la misma premisa que es centrarse en el tratado a la hora de comprender el origen de la siguiente gran guerra. Ambas perspectivas ven los argumentos de Hitler, en relación con la “humillación” que implicó para Alemania, como el gran problema. Es cierto que el tratado construyó un débil equilibrio, incapaz de enfrentar las amenazas; pero más que las claras injusticias y sus errores diplomáticos, el camino al desastre nació de las revoluciones comunista y fascista. Se puede decir que fue el catalizador del avance de los dos grandes totalitarismos que inevitablemente terminarían enfrentándose.
A partir de la revolución fascista (nazi) se impuso la idea de la “humillación” de Versalles. Era el obstáculo que impedía el resurgir nacional, pero de no ser ese habrían encontrado otro chivo expiatorio para su discurso de odio. Lo que sí fue cierto es que el tratado significó una tregua, un alto el fuego mientras se desarrollaban los factores nacidos en la Primera Guerra Mundial (el “espíritu de las trincheras” en palabras de Francois Furet) que permitieron el reinicio de las batallas por el dominio de Europa para conservar el equilibrio establecido por Francia y el Reino Unido o el control del continente por Alemania o por dos potencias relativamente extrañas a la región: Estados Unidos y Rusia.
Nota de horror, solidaridad y denuncia: El país fue conmocionado el sábado 29 por la noticia del asesinato (según testimonios de su esposa y abogada) del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo. El hecho ocurrió después de ser secuestrado por la Dgcim el 22 de junio y al ser presentado el 28 de junio en tribunales estaba en silla de ruedas por las torturas recibidas según su testimonio y pedía «¡auxilio!». Desde acá les enviamos el pésame a sus familiares y a todos los miembros de la Fuerza Armada que todavía posean algo de dignidad. Me pregunto: ¿queda alguna duda de gravedad de lo que estamos padeciendo? Ruego a Dios que nos infunda “un sublime aliento” para “lanzar el yugo”.