Celso Amorim junto a Nicolás Maduro en el Palacio de Miraflores, el pasado mes de marzo

Lula regresó al poder en Brasil y con  él,  Celso Amorim a su lado. Un hombre de su absoluta confianza. Amorim, un gran diplomático, reconocido internacionalmente. Coincidimos en la Organización Mundial del Comercio (OMC) y puedo dar fe de su capacidad analítica y discursiva. Lamentablemente,  en estos tiempos no está ayudando a su jefe a entender debidamente lo que pasa en Venezuela. Visitó Caracas recientemente. Pero su presidente sigue con la historia de la narrativa negativa sobre Venezuela o, como afirmó  en la reunión de Mercosur, que no conocía sobre la inhabilitación de María Corina Machado.

Recordé, al ver en días pasados una vez más a Amorim al lado de Lula, una nota que le dediqué hace un buen tiempo y por lo visto me reafirma su visión miope sobre la crisis venezolana.

Afirmaba -y la realidad no ha cambiado- que en las relaciones internacionales las cosas del poder no siempre funcionan con los mismos parámetros que en la política interna. Los países por lo general tienen poco interés en las situaciones difíciles por las que pueden atravesar otras naciones en determinados momentos. La historia está llena de tragedias nacionales ante las cuales los gobiernos se hicieron la  vista gorda por demasiado tiempo. Otras veces esas difíciles situaciones y violaciones a las que son sometidas algunas naciones son aplaudidas por gobiernos si hay intereses vitales para sus países. Por ejemplo, buenos negocios. Lula es un ejemplo de un presidente en funciones que, con todo descaro, intervino en la política venezolana a favor del chavismo en conocimiento de violaciones evidentes que en su país serían inimaginables. Pero sin duda Odebrecht era más importante.

En Venezuela hemos visto complicidad de muchos gobiernos y actores internacionales ante muchas de las injusticias y violaciones que se han cometido en el país en los últimos años.  Recordé en esa nota precisamente un episodio con Amorim, quien definitivamente es un protagonista de la política del avestruz.

Fue en un restaurante del bucólico pueblo de  Coppet, a las afueras de Ginebra, donde nos reunimos a mediados del año 1999 seis diplomáticos latinoamericanos en lo que era un encuentro de rutina que habíamos establecido para hablar a título personal sobre temas de política internacional y evaluar la situación económica y política de nuestros  países. Carlos Pérez del Castillo (Uruguay), Celso Amorim (Brasil), Roberto Lavagna (Argentina), Hernando José Gómez (Colombia), Alejandro Jara (Chile) y quien escribe estas líneas. Entre tantos temas de la agenda que ocupaba nuestra atención en esos días llegamos a un escenario que ya comenzaba a generar pesquisa en los medios internacionales y entre analistas: la situación política de Venezuela. Acababa de tomar posesión como presidente el teniente coronel Hugo Chávez. Le hice al grupo una explicación general de lo que a mi entender eran las razones objetivas por las que un militar que intentó dar un golpe de Estado había logrado electoralmente remontar al gobierno de una de las democracias más sólidas del continente. Amorim, para entonces embajador de Brasil en las Naciones Unidas y ante la OMC, y como afirmé al principio de estas líneas, un brillante diplomático al mejor estilo de los hombres formados en Itamaraty,  me interrumpió para hacer un comentario sucinto.

“Vienen  años muy difíciles para  Venezuela”, advirtió. “En nada bueno puede terminar un gobierno que, aun cuando fue libremente electo, se origina con un líder que intentó derrocar con las armas a un gobierno legítimo.

Irónicamente, años después, fue uno de los artífices de la exitosa relación de Brasil con el gobierno de Chávez. Ahora, en este tercer gobierno de Lula lo será con Maduro.

Seguramente nunca pensó que, luego de esa frase lapidaria que nos asomó a un grupo de colegas hace más de dos décadas, se convertiría en su condición de canciller y disciplinado diplomático en uno de los soportes que le daría fuerza a Chávez en su cruzada contra Estados Unidos, mientras su país aprovechaba de hacer jugosos negocios con el gobierno del socialismo del siglo XXI.

A Venezuela la vieron como un pote de oportunidades en dólares y no como el recipiente de los valores democráticos que en el pasado fueron el soporte de muchos países de la región. Ahora no hay dólares, ¿qué será lo que están buscando?


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