Como ya se me ha vuelto costumbre, al inicio de la temporada de beisbol fui al Estadio Universitario, el “Bar más grande de Caracas”, según lo bautizó el gran escritor José Ignacio Cabrujas, partidario de los Tiburones de La Guaira, equipo del que yo también soy feligrés.
Caja cuadrada
Sin embargo, aún después de tanto tiempo, no deja de extrañarme este deporte que “se juega con una pelota redonda, que viene en una caja cuadrada”.
Mi asombro seguramente se debe a que desde muy niño me colocaron un chip futbolero, inventado por el abuelo de Elon Musk. Siempre he creído, entonces, que la vida es un balón circulando sobre una alfombra verde y que Dios es redondo, como lo señaló el escritor Juan Villoro, y desde ese ángulo he observado el beisbol.
No obstante, soy un fiel y apasionado seguidor de este juego curioso, hecho de interrupciones y vacíos, de ratos en los que no pasa nada y de ratos en los que parece que no pasa nada y pasa, alternados con ratos en los que es evidente que pasa casi de todo.
Aún me llama la atención que el equipo que ataca no sea el que tiene la pelota, que los jugadores masquen chicle todo el tiempo y que a veces semejan ser observadores y no protagonistas del juego. Todavía me cuesta comprender que no se admita el empate y que forzosamente tenga que haber un ganador, cosa que ocurre alrededor de tres horas después de iniciado el partido, lo que, dicho sea de paso, va a contrapelo de la neurótica rapidez que define los tiempos actuales.
Es, asimismo, un deporte de reglas muy complicadas, cuya estrategia de juego proviene de un librito que nunca ha sido escrito, transmitida a los jugadores y entre los jugadores, mediante señas encriptadas y a través de movimientos generados por los dedos de las manos.
En fin, este juego medio raro (no sé si esta sea la palabra adecuada), es considerado nuestro deporte nacional. Aquí hablamos en beisbol, según decía la cuña de un refresco, y de allí tomamos muchas de las metáforas para explicarnos y entender nuestra vida.
La Navidad “fake”
Desconozco la razón, tal vez sea porque se me alborotó el cerebro y se me anarquizaron las neuronas, pero disponiéndome a salir del estadio, mientras caminaba hacia el estacionamiento, tuve la sensación de que abandonaba una tranquila burbuja y entraba en el escenario de un país desacomodado, fumigado por el miedo, tejido por la incertidumbre, dejándonos la agobiante sensación de que puede acontecer casi cualquier cosa.
Recibí, pues, un mazazo de realidad, a pesar de que el presidente Nicolás Maduro había decretado oficialmente el adelanto de la Navidad, como si pudiera obligarnos a estar contentos, no obstante su permanente discurso épico y salpicado de eufemismos, que nos describe cómo el país marcha sobre ruedas, fiel a los principios revolucionarios, disparado hacia el “socialismo del siglo XXI” (las comillas son de mi propia cosecha), tarea que continuará en los próximos seis años, gracias a su “reelección”.
¡Coño, menos mal que aún me quedan varios partidos de los Tiburones!