Hacer política hoy día es muy distinto al hacer política del siglo XX. El uso de las herramientas tecnológicas marca la diferencia, pues ahorran muchísimo tiempo y distancia para informar y discutir con los copartidarios, si hay la ocasión de enviarles una línea política. Una conferencia digital ahorra distancias; lo que significaba miles de kilómetros de recorrido por la geografía nacional, ahora está a un clic. Los tipos de contactos también cambiaron. El contacto indirecto se hacía a través de emisoras independientes y la televisión y el contacto directosubiendo los cerros, que siempre atemorizaron a la dirigencia. Ya no es necesario estar bautizando muchachos a diestra y siniestra para sellar las alianzas políticas, porque el Covid19 es el mejor pretexto para no moverse y gastar dinero en la celebración de los pactos.
Quien deseaba ser dirigente político, en aquel tiempo, tenía que tragar carreteras y autopistas. Una buena medida era que, al menos, conociera todas las capitales de los estados. Podía llamarse dirigente nacional el que pisara cerca de 80% de los 335 municipios del país. Y candidato presidencial que se ufanara de tal, por más pintada que tuviera la derrota en la cara, debía pisar alguna vez en su vida 80% de las parroquias de Venezuela. Por eso las campañas presidenciales eran tan largas, como sus equivalentes en las regiones y municipios, pues la política era, y sigue siendo, una experiencia humana extrema.
Quien quisiera la presidencia de un centro de estudiantes tenía que recorrer y hablar salón por salón. Para llegar a ser directivo de un colegio profesional, sindicato, gremio empresarial y clubes de recreación, debía tocar a la membresía ir a la fábrica, contactar al comerciante o industrial, conciliarse con el accionista por muy campestre que fuese su afán de recreación. La política, en cualquier ámbito, es una experiencia humana y no tecnológica, por más que se tuviese una presencia constante en los medios de comunicación social y se pagaran todos los avisos publicitarios del mundo.
Hacer política ―política de verdad, importante acentuarlo― es cosa de equipo, pues involucra a mucha gente. Es una acción dinamizadora y bajo la inspiración de los ideales va más allá de las ideas y slogans del momento; tiene un modo limpio de hacer las cosas, por lo que es imposible de gerenciar según los parámetros de las empresas privadas que no tienen fines altruistas ni ética de la lealtad responsable. La política genera otras iniciativas en una escalada que es de compromiso, llámese o no partido.
Pero, reconozcamos que hay política ahí donde prende un ideario, un ejemplo de conducta y una consecuencia de carácter moral y ético. Y antes de la era de los partidos modernos, en el siglo XIX, cierto, estaba el caudillo rural y egocéntrico. Aquel que arreaba gente, hacía pactos, abría un juego que arrastraba el destino de muchos hasta lograr tener en sus manos el destino mismo del país. Valga un solo ejemplo: Cipriano Castro, quien partió con 59 hombres a Caracas, aparentemente inofensivo, y en el camino reclutó voluntades. Fue cosa de carreteras, trochas y atajos, panfletos impresos y telégrafo, hasta alcanzar otra correlación de fuerzas y adueñarse del poder. En este siglo, el promedio de nuestros políticos desaprendieron la lección.
Ahora se alza el caudillo tecnológico fuera y dentro del país. Este personaje se asegura de hacer política por las redes digitales o sociales, y, en lugar de tener firmes partidarios, capaces de multiplicar su mensaje y su ejemplo de conducta, tiene y paga a muchos operadores electrónicos; busca y consigue los más sonados programas de opinión, por lo general; y tiene, en el diseño de los volantes de invitación al contacto tecnológico, la pieza fundamental de su hacer, ¡Casi me olvido del escenógrafo! El personaje que desde su computadora es capaz de mostrar imágenes según lo necesite: una biblioteca, para los discursos más serios; unas chicas atractivas en la calle, para pasar por galán; o unos malandrines a su lado, para probar el valor de sus visitas a las barriadas. A veces ensaya un video en el que declama unos versos muy cursis para decir que le duele el país o muestra situaciones críticas que padece la ciudadania, aunque de vez en cuando lo hará desde el gimnasio que religiosamente paga o del restaurante donde se encapilla con su pareja, reclamando privacidad para sus libaciones en medio de la pandemia. Como decíamos, el papel y ahora la red aguanta todo, verdad o mentira.
Una cosa es tener la herramienta tecnológica a mano y otra, hacerla fundamento del narcisismo, como está ocurriendo con nuestros clanes políticos que se regodean, además, de gozar del apoyo de otros caudillos, académicos o diplomáticos, en el exterior, que son sus equivalentes. Aquel culto a la personalidad de Stalin y Fidel queda corto hoy en las redes digitales ante el caudillo tecnológico esencial: el político que arma un juego (o un videojuego de la realidad impalpable) con sus amigos y sus partidarios que se convierten dentro del ciberespacio en los grandes defensores, muchas veces de la no verdad, porque esta plataforma da para todo.
Es importante entender que el uso de las herramientas tecnológicas nos facilita la vida y el trabajo, aunque para las nuevas generaciones sea parte de su vida porque están creciendo con ellas. Hay que aprender a racionalizarlas y no perder el contacto directo con las personas ―primordial sobre todo para los para los que incursionan en la política―, conocer y palpar la realidad de lo que está ocurriendo y no perder la conexión de carne y hueso con la gente, pues ello es parte del buen político. Aprender y entender las herramientas tecnológicas, no perder el contacto humano, cara a cara, y mantener la denuncia de la realidad del régimen, por todos y con todos los medios, sin desconectarnos de la realidad y nos permitirá insistir, resistir y persistir en el trabajo por la libertad para permanecer con paso constante y seguro en el camino democrático.
@freddyamarcano
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