Finalmente, cuando ya no hay refinerías que produzcan gasolina, los pozos petroleros han sido cerrados porque no hay dónde almacenar el crudo y otros inconvenientes más severos, se tomó la decisión de aumentar el precio a los combustibles, pero mientras tanto y hay un acuerdo con los transportistas el gasoil, el diésel, será 100% subsidiado o, valga la redundancia, “completamente gratis”. Son opcionales el dólar al operador del surtidor y la bolsa de mandarinas con el fajo de lechugas al capitán. Dejemos de lado el carnet de la patria y su mitología operativa.
Después de haber contado con una empresa petrolera de alta productividad, que a pesar de su carácter estatal y de la bien disimulada injerencia del clientelismo político, el amiguismo y bastante nepotismo cumplía su meta esencial de entregar al Estado una cantidad suficiente de dólares que le permitía a la población llenar el tanque de gasolina del automóvil sin desequilibrar el presupuesto familiar y sacrificar el helado en Crema Paraíso cada cierto tiempo, Venezuela ha superado a Haití en los peores índices y en la cantidad de sufrimientos por persona y por unidad familiar. Los motores que harían de Venezuela un país potencia ni siquiera pistonearon.
La demagogia y el populismo, pero también la imprevisión, el voluntarismo y la aguzada corrupción que han campeado en los últimos 21 años, convirtieron el país en poco menos que un estercolero. Actuaron con particular denuedo y singular afán. Ni con la planificación de la NASA habrían alcanzado con tanta precisión los objetivos. Aclaremos que Pdvsa no era la caja de perfecciones que aparentaba ser en su cruce perfecto de seminario con cuartel. Ni sus ejecutivos eran los supergerentes que “construían” las agencias de imagen de alta gama. No. Era una empresa del Estado que seguía con menor o mayor apego el modelo aprendido de las transnacionales y que sin duda tenía en sus manos el negocio más rentable del mundo, poco importaba que fuese un crudo de baja calidad, pesado, con mucho azufre, difícil de extraer y de transportar. Se cumplía el lema de John D. Rockefeller: “El mejor negocio del mundo es el petróleo. Y el segundo mejor negocio del mundo es el petróleo mal administrado”.
Quienes llegaron en 1999 al poder decían contar con muchos expertos en economía petrolera, como Alí Rodríguez Araque, que por mucho tiempo aparentó ser el autor de los textos que sobre la materia publicaba la gente de Ruptura, pero que salían de la cabeza, el esfuerzo y disciplina de Argelia Melet. Alí Rodríguez fue ministro de Energía y pese a que sus ex compañeros en la Cámara de Diputados repetían que se había superado mucho, no era el gerente ni el político que necesitaba Venezuela ni Pdvsa. Sus instrucciones llegaban de La Habana, de Moscú, de Pekín, de Bagdad y hasta de Riad, no del interés nacional. Lo mostró pronto. Ahí están los desastres que autorizó en las interconexiones eléctricas, las nacionalizaciones de las plantas eléctricas y los 150.000 barriles diarios de crudo que le regalaba a Cuba, en los negociados con Libia y en el obsequio a China de la fórmula de la orimulsión que tanto costó a los científicos venezolanos, pero sobre todo por los nombramientos de sus curruñas en puestos claves en la industria energética.
Su gran salto dialéctico fue el despido de 19.750 trabajadores de Pdvsa, el robo de sus prestaciones sociales y de la caja de ahorro, y el preconcebido descalabro de la industria petrolera. El desbarajuste de la industria energética venezolana no es consecuencia de la mala gerencia, ni de las pésimas directrices provenientes de Miraflores o de algún capricho de Jorge Giordani y sus particulares interpretaciones de la superestructura de Antonio Gramsci, a quien ya le dicen filósofo y no pasó de opinador. No. Tampoco empezaron con la diatriba que armó con la propuesta del intergaláctico de construir un gasoducto desde El Furrial, en Monagas, hasta los hoteles siete estrellas de los Kirchner en la Patagonia, pasando por los depósitos de coca de Evo Morales en Bolivia.
El nombramiento de Rafael Ramírez en Pdvsa Gas y el desbarrancamiento de los proyectos de gas en la plataforma deltana no causaron escándalo, tampoco las nacionalizaciones caprichosas y de altísimo costo. Había muchos caimanes esperando, con un agravante: los que apostaban y actuaban por el fracaso no eran necesariamente los ambientalistas, sino los competidores rusos, iraníes y sauditas, con casi diez veces más reservas, que necesitaban ampliar sus mercados. Y lo hicieron. A costa de Venezuela, que gastaba millones de dólares promocionando el “Plan Estratégico Socialista” y descuidaba el negocio.
Con el gas el negocio se expandió de la cocina y el calentador de agua a las autopistas. Todos los vehículos por orden del galáctico y sus secuaces debían salir de las ensambladoras con las opciones gas y gasolina o no salían. Proclamaban como evangelistas que el gas sustituiría en poco tiempo los demás combustibles y blablablá. A pesar de lo mucho que gastaron en modificar las estaciones de servicio, los surtidores de gas nunca funcionaron. Nunca los abastecieron ni los estrenaron. No obstante, quien tenía un vehículo pequeño gastaba gasolina adicional por el peso de la bombona vacía que le inutilizaba la maleta.
Destruidas las refinerías, cerrado el bombeo de la mayoría de los pozos y trastocada la empresa en un garito de baja ralea, se confía la seguridad energética —el transporte de alimentos y medicinas, la generación de electricidad y la producción petroquímica— a cuatro barcazas que soltaron amarras en el Medio Oriente y atravesaron el Atlántico con gasolina de bajo octanaje y sin haber llegado a puerto juraban que sería la primera y última travesía.
No hablemos del recibimiento patriótico de los contingentes militares ni de las banderas iraníes ondeando en las Torres de El Silencio, hablemos de la «experticia» del nuevo ministro de Petróleo, que era muy diestro con las molotov en sus ratos de insurrecto en la ULA, como contaba Luis Tascón y lo recuerda el gordo Tobi. Presto carreta cubana con su yunta de bueyes alumbrada con carburo.
@ramonhernandezg
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