OPINIÓN

Caracas

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

Tuve que hablar en público sobre Caracas porque se celebraba una vez más, a mi parecer inútilmente porque Caracas tiene poco ánimo para estarse celebrando en estos duros tiempos bolivarianos y descubrí que no sabía a cuál Caracas debía referirme porque en ella conviven varias ciudades: una, antes de llegar a Petare que vive en el Este (¡allí vivo yo!); otra, que se mueve en el Oeste. Hay otra más en los barrios marginales y otra en las urbanizaciones. En los cerros viven los ranchos y en las colinas, gente con recursos y mansiones. Hay una ciudad que todavía se mantiene en pie y otra que fue destruida por la llamada «piqueta del progreso», pero vive en nuestra memoria. La viejita que estaba a mi lado en el carrito por puesto le dijo al chofer, un portugués, «¡yo me quedo en la esquina de Ánimas!» y el chofer preguntó: «¿Dónde está eso?». ¡Donde siempre ha estado!, respondió la viejita. Es probable que esté algún oscuro y misterioso rincón de mi memoria convertida en aire o dando paso a una acelerada avenida,

Hay una ciudad que vive en la orilla derecha del Guaire y otra disfruta al Ávila en la orilla izquierda. En los 92 años que cargo en mis agotados hombros he cruzado el Guaire unas once o doce veces, lo que no hace estadística. La ciudad es pequeña: 18 kilómetros entre Catia y Petare, pero entre las dos hay una Caracas que avanza en busca de la modernidad y otra que antes de llegar se devuelve hacia la oscuridad empujada por los desatinos de un mal gobierno. La certeza de lo que digo se arrastra en el socialismo bolivariano. Es como el Orinoco que quiso diseñar Amalivaca, el Dios de los Tamanacos, que al mismo tiempo que va, viene. No otra ha sido la frustración del país venezolano: tratar de alcanzar la modernidad sin lograrlo. Cada vez que lo intenta, fracasa. Surgen impedimentos de variada naturaleza: un despropósito político o económico, una desacertada alianza cívico-militar que desemboca en una tiránica y cruel dictadura. También pareciera mantenerse con los años una democrática avidez por el poder político porque el económico permanece intacto en pocas manos desde el momento en que supimos que existíamos en el mundo. Constatar que no habiendo nada por encima de ser general y de vociferar órdenes de cuartel, se activa en el militar una urgente y perentoria necesidad de entrar y salir de Miraflores como si fuese su propia casa. No me avergüenza decirlo, pero nunca he estado en Lídice, tampoco conozco la subida del Manicomio o los Magallanes de Catia ni he caminado por los Jardines del Valle o por las aceras de La Vega o Montalbán ¡y jamás he visitado un cuartel!

Supe que existía Caracas como ciudad cuando a mis 4 años de edad, al no mas morir Juan Vicente Gómez, escuché (y lo tengo claro en mi memoria) el tumulto en la calle y la gente que dando alaridos corría de un lado a otro arrastrando un piano, toneles de vino, un aguamanil, lámparas, sillas y sartenes y veo a mis hermanos dejando en el zaguán un elegante y pulido escritorio de caoba y luego la silla giratoria. ¡El escritorio del Sapo Velasco! Durante años hice en él mis tareas escolares. El Sapo Velasco, el odiado gobernador gomecista, tío de Gómez y yerno de Cipriano Castro. Hoy se llama «política de calle» al saqueo, es decir, a la violencia que me arropó cuando apenas tenía 4 años de edad y la gente invadía y vapuleaba las casas de los gomecistas y las de sus barraganas. Cuento esta historia del escritorio del Sapo y la seguiré contando porque en ella se estremece el carácter absurdo de mi futura vida venezolana.

Nada me hace ir donde no tengo amigos o familiares que me inviten a visitarlos. Paso por La Trinidad o La Boyera, me arrastran hasta El Hatillo, un amable pueblo convertido en turística banalidad. Camino por las dos o tres calles «coloniales» que quedan en Petare. Recorro el limpio y maquillado sendero por donde pasó el papamóvil del último pontífice y nada me conmueve. De manera que me invento mi propia ciudad: un trozo de avenida gratamente poblada de altos y desacertados árboles con raíces que destrozan las aceras, una o dos esquinas con un bar o una farmacia, varias casas de franca opulencia, un museo en las cercanías ¡y ya!

Vivo también en la parte alta de mi casa. Un pequeño espacio con un escritorio que ya no es el escritorio del Sapo Velasco, libros, una computadora y mi habitación, y allí hago lo único que sé hacer: ¡escribir e imaginar una Caracas en la que creo vivir!