OPINIÓN

¿Caracas espantosa?

por Karl Krispin Karl Krispin

Hace unos días se republicó una entrevista a una poeta laureada para contribuir al festejo de su galardón. En ella se decía sobre nuestra Caracas lo siguiente: “Digo que es una ciudad espantosa y añado que lo mejor de Caracas es poder salir de ella”. La frase es indigerible, requiere de un protector gástrico y nos trae de nuevo al punto de estar socavando, como un deporte nacional, lo que nos rodea. País y ciudad se descalifican con hábito en nuestra vida cotidiana. Siempre he pensado que alguien que nace en un sitio no está obligado a permanecer en él, por ningún tipo de obligación menos las nacionales o patrióticas en la que jamás he creído. Si a alguien no le gusta Caracas, o le parece espantosa, lo natural es que busque un sitio que le agrade más y del que no tenga que estar pendiente de estar saliendo. En este ancho mundo hay muchos paraísos prometidos por las agencias de viaje y los formularios de migración.

Que hablen mal de tu ciudad es parecido a que lo hagan de tu familia. A veces no te entiendes con tu familia y podría darte igual, aunque nunca permanecerás indiferente. Me pasa con Caracas, más que con Venezuela: me irrita especialmente que se despotrique de ella a que se critique el país como un todo. Finalmente los países representan una complejidad, pero el sitio donde vives es como el pedazo de identidad que te corresponde y que no es sino tuyo. Caracas es la verdadera república que tenemos. Durante los últimos veinte años en nuestro país, todos sabemos lo que ha sucedido, pero también ha ocurrido una escisión espiritual de la ciudad y hasta una división territorial imaginada en la que el este representa unos valores y el oeste, otros. En medio de ambos está el centro histórico como un territorio indiferente. Huelga decir que esa coloratura no es más que una burda manipulación.  La polarización política llevada a nuestra ciudad deviene en un catastro ideológico completamente inaceptable y peligroso por la gestación de guetos y espacios exclusivos. Una ciudad debe ser de todos y no representar comarcas vedadas según el carnet político que sus ciudadanos lleven en la cartera. Esta partición se ha llevado de tal forma al paroxismo, que los caraqueños no frecuentan su ciudad. Nunca he visto que los madrileños hagan excursiones para conocer la Plaza Mayor o el Museo del Prado, como que tampoco los de París se organicen para visitar la Plaza de los Vosgos. He contemplado grupos de turistas caraqueños yendo a conocer el Capitolio Federal, la casa natal del Libertador o las escalinatas del Calvario, porque nunca antes lo habían hecho ante esas fronteras fantasiosas trazadas por el imaginario colectivo reciente.

Caracas ha sido ultrajada por vándalos de toda índole. La ciudad está rodeada de una ranchería producto de años de laxitud frente al cumplimiento de la ley y el Estado de Derecho. La democracia felizmente reinaugurada en 1958 se equivocó en sus estimaciones masificadoras. La cantidad sustituyó a la calidad en todos los órdenes posibles. Los años de clientelismo y populismo han traído la ciudad espantosa a que se refería la poeta. Incluso, los rasgos culturales propios de la ciudad se han desdibujado gracias a la transculturización migratoria, especialmente venida de Colombia. El acento caraqueño popular, el sanjuanero, no existe más. En nuestros barrios se habla más parecido a la costa colombiana a como lo hacía el caraqueño salpicando sus frases de “guá”, “vale” y “chico”. Afortunadamente, la gastronomía sigue resistiendo dentro de las casas porque los establecimientos populares de comida exhiben el foráneo “sopa, seco y jugo”. Sin embargo, Caracas ha incorporado los atributos culturales de lo aluvional y más que invocar la nostalgia de que todo tiempo pasado fue mejor, hay que vivir con esa ciudad que se ha hecho multicultural.

Tengo un afecto especial por mi ciudad. La conozco como la palma de mi mano y la he transitado siempre. He tenido la suerte de que durante varios años trabajé en el centro de Caracas y eso fue una experiencia singular. El centro histórico está lleno de sorpresas, de monumentos, de iglesias como la de san Francisco, que se utilizó en el siglo XIX como lugar de reunión pública. Por ejemplo, cuando Bolívar estuvo por última vez en Caracas, en 1827, reunió a los notables de la ciudad en san Francisco según lo apunta sir Robert Ker Porter en su diario. No cabe duda de que Caracas es una ciudad llena de heridas, como tal vez las exhibamos sus habitantes, pero hay sitios electrizantes como el Centro Simón Bolívar, la Catedral, la Cuadra Bolívar, el mercado de Quinta Crespo, las iglesias de Santa Capilla, San José, Nuestra Señora de Las Mercedes, el Corazón de Jesús, Altagracia, el Palacio de las Academias, el Calvario, sus muchos edificios de la modernidad como el Karam, la casa Lorenzo Mendoza Quintero, las toninas de Narváez en El Silencio, la propia urbanización El Silencio, teatros como el Nacional, el Municipal, el Ayacucho.  De niño iba mucho al centro porque una tía abuela mía vivía en una enorme casona de Candilito a Platanal. Al último que visité en una casa del centro fue al memorioso José Giacopini Zárraga de Cuartel Viejo a Pineda. A Caracas, los caraqueños deben empezar a redescubrirla y se darán cuenta del tesoro oculto que no han visto y que, por supuesto, incluye sus museos. En la pospandemia tendremos mucho que hacer y habrá que esperar que sus restaurantes emblemáticos no queden diezmados por los efectos devastadores del virus chino. Hace poco descubrí, por algún interés genealógico, que el fundador de Santiago de León de Caracas, el indómito don Diego de Losada, es uno de mis abuelos número 14, que debe serlo de muchísima gente y que además abuelos 14, tenemos todos 16.384, pero para un caraqueño como yo, es un hecho que me alegra mi historia personal y citadina. De aquellos años de labores en el centro, recuerdo especialmente un silencioso comedero por los lados de la avenida Fuerzas Armadas (con sus libreros de ocasión, donde se descubren ejemplares aguardando por lectores o coleccionistas) llamado el Sokol. Sus comensales jamás fueron ruidosos, quizá aleccionados por un portentoso aire acondicionado que prefería hablar por todos. Allí eran recurrentes los platos centroeuropeos como el goulash o las sopas de papa. O el restaurant Beirut que en alguna época tenía tablones compartidos con lo que podías almorzar al lado de alguien que no conocieras. Por allí circulaba un gallardo perro callejero de cuyo cuello colgaba una cadena y lo alimentaban los dueños del local. Un día pregunté por el nombre y me dijeron que no tenía por lo que les sugerí que lo llamáramos Espartaco. El centro de la ciudad nunca dejará de sorprender. Hasta sus locos eran egregios y había uno al que llamaban el sheriff, porque espontáneamente dirigía el tráfico con un sonoro pito y una estrella que brillaba adosada a su desgastada chaqueta.

Caracas nunca será una ciudad espantosa, y mucho menos para los que insistimos en habitarla. Cuando ha transcurrido la vida en una ciudad, empieza a llevar tu nombre porque su suerte se confunde con la tuya. Caracas, además, posee algo que nunca he visto en otras ciudades cuando he estado con sus locales: aquí siempre te encuentras a alguien y lo saludas, lo que otorga la sensación de una comarca amistosa. Es muy fácil apreciar una urbe en épocas de prosperidad. Difícil es mantener el afecto en momentos de disolución. Los caraqueños que hemos porfiado acá, sabemos lo que tenemos luego de estos años difíciles: esta indeclinable relación con esta ciudad enclavada en un valle maravilloso y colorido, rodeado de unas montañas que nunca han agotado su celebración. Definitivamente, mi ciudad y yo nos entendemos del todo por lo que no me simpatiza que cuestionen lo bien que nos llevamos.

@kkrispin