Sin duda ha habido hombres muy valiosos luchando por oponerse políticamente a la dictadura chavista. Hasta con sus vidas, su libertad, su tranquilidad o su derecho de vivir en su tierra. Pero hay lugares que no determinan solo el valor, la rectitud moral o la inteligencia, virtudes que implican por supuesto, pero que necesitan además de esos raros y a veces inasibles dones que llaman carisma, y que constituyen el liderazgo, la comunión con las mayorías. Seguramente también cuentan el azar y las circunstancias. Y bien, yo creo que la oposición venezolana, tan prolongada y titubeante ella, ha tenido dos líderes, y solo dos en estas interminables décadas dantescas: Henrique Capriles y Juan Guaidó.
Ambos poseen indudable dedicación y talento para su oficio y han despertado una destacadísima aceptación en el sentir popular. Todos recordamos la muy admirable campaña de Capriles contra Maduro que, con todas las argucias y tracalerías innatas al chavismo, perdió por unos centímetros si es que perdió. Todos hemos vivido este año de Guaidó que, con altas y bajas, como suele suceder, en que le devolvió el alma al cuerpo a una oposición que corría el riesgo de sumergirse en un deprimente sopor por largo tiempo. De manera que somos deudores de esos claros destellos en esta larga noche que no nos abandona.
Ahora bien, igualmente es evidente que es la hora de Guaidó. Lo dicen las encuestas nacionales y el vocerío internacional, lo dice todo el que tenga ojos para ver. Es la única figura de la cual podemos predicar hoy ese término de liderazgo. Por el contrario, las actuaciones de Capriles, al menos en los últimos tiempos se han ido desvaneciendo flagrantemente. Incluso muchos, en algunos momento, hemos sospechado su retiro definitivo de la vida pública.
Las encuestas dan distancias muy grandes entre el uno y el otro, sobre todo después del repunte del presidente encargado por su espectacularmente exitosa gira internacional todavía por concluir que, sin duda, ha aminorado diversas voces opositoras que comenzaban a dar por fracasada su estrategia, y por ende su cuarto de hora. Unas sin importancia, como parte de la pandilla de oportunista de la mesita. O la inmodificable y honesta María Corina, a pesar de algunos descocados que la rodean.
Pero otra cosa, esta vez grave, es la que emerge con Capriles, quien parece retomar el combate, y encabezar un movimiento grueso con otros dignos y representativos dirigentes de la oposición responsable, que ofrecen una nueva vía a la que supone fracasada fórmula de Guaidó y el sustancial políticamente G4. Es decir que un cuestionamiento de esa catadura pudiera ser realmente desastroso, ahora que la unidad parece más necesaria que nunca.
Muy sintéticamente esas líneas estratégicas son: mantener el mantra de Guaidó, es decir, no hacer elecciones con Maduro, el usurpador, en el poder y la otra que pretende flexibilizar ese derrotero, supuestamente imposible, y aceptar elecciones en condiciones no demasiado higiénicas, concebir como apocalíptica toda abstención, y apostar a la gruesa mayoría que se supone tiene la oposición. Las consecuencias de asumir una y otra opción seguramente son enormemente riesgosas para nuestro ya incierto futuro. Y ambas pueden esgrimir razones que no son deleznables.
Pero por ahora, con prisa, las heridas suelen infestarse, lo que está en juego es la unidad de la oposición. Y la tonalidad del disenso que se ha iniciado. Entonces, a lo mejor, lo que hoy debemos pensar es cómo manejar ese debate ineludible sin que la sangre llegue al río. Es una tarea para líderes de verdad fijar esas reglas de juego, ese estilo de buscar el mejor camino sin destruir la solidaridad imprescindible.
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