Hice un llamado a los actores de la resistencia democrática para pedirles coaligarse sin pretensiones de unidad, como agrada a los déspotas. Les sugiero hacer coalición alrededor del dolor de la gente y saber discernir entre los países a quienes realmente les interesa y conviene la resurrección de Venezuela.
Dada la destrucción consumada de la nación y la república –nos hemos «somalizado»– cabe tener presente que no pocos europeos han aprendido a coexistir con esas realidades, las del África y Asia, y les basta cualquier fórmula de estabilización que no entorpezca la tranquilidad internacional y sostenga sus usufructos como en los tiempos coloniales.
Pedí a nuestros «políticos» superar, como lo hicieran los parteros del Pacto de Puntofijo en 1958, la «saña cainita», la molienda de odios fratricidas tan propia al devenir de la patria y a lo largo de sus últimos 200 años. Eso sí, separando la paja del heno o entender que no se sirve vino nuevo en odres corrompidos.
Para sorpresa de la resistencia democrática venezolana, el excandidato presidencial Henrique Capriles se suma a la comandita de sus otros colegas excandidatos a fin de legitimar las espurias elecciones parlamentarias organizadas por la satrapía criminal de Nicolás Maduro. “No debemos quedar fuera” afirma. A la vez previene a quienes convoca que no hay recursos para “garantizar una logística electoral”; que solo se tendrán “condiciones mínimas”; contradiciéndose al paso: “No podría haber un proceso electoral mientras los venezolanos mueren” víctimas del covid-19.
Cree, según el tenor de sus propias palabras, que con esta jugada le propina “una derrota” a la “intención totalitaria del régimen” –no la aprecia como realidad en curso– aun cuando le resulte secundario saber sobre “cuántas curules obtenga la oposición”.
Acaso para defender lo que el régimen le habrá prometido –a la luz de los “acuerdos” pactados y tal como lo declara a El País de Madrid el pasado 7 de septiembre– dice poder obligarlo “a tener que entenderse con la gente en la calle”. El pasado lo persigue. “Debemos evitar repetir errores que ya hemos cometido”, ajusta.
En soledad, pues avanza siempre incluso a contracorriente de su propio partido Primero Justicia dividiéndolo, arguye construir otra forma de oposición que lo separa de la resistencia democrática que integrara hasta ayer, alrededor de Juan Guaidó: “farsantes vestidos de opositores” les llama. Y creyendo librarse de la mácula, excluye a la oposición que “a su conveniencia” forma el mismo Maduro. “Somos conscientes del peso político que tendrá esta acción”, confiesa.
Aprecia como dato de relevancia –único que le importa– ir al “rescate de la confianza de los venezolanos en la ruta electoral” y “cumplir también un mandato constitucional” en un país sin reglas y a la deriva. Hace propio, así, el machacado discurso del expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero y su compañero de hornada, el canciller europeo Josep Borrell.
De suyo, por ende, le resultarán infamantes los señalamientos de Estados unidos en cuanto a que el régimen venezolano es despótico, totalitario, articulado con la criminalidad y el narcotráfico, violador sistemático de derechos humanos y ejecutor de crímenes de lesa humanidad. Menos todavía aceptará, o acaso lo omite Capriles en virtud de su aproximación “estratégica” a Maduro, que ha ocurrido un desmantelamiento del orden constitucional y democrático en Venezuela según la OEA o que, al efecto, desde la Asamblea Nacional se haya aprobado una carta constitucional provisoria que a todos obliga: el Estatuto para la Transición, que no cesa hasta tanto haya elecciones presidenciales y parlamentarias libres y competitivas e internacionalmente observadas.
Capriles bien se queja de la resistencia democrática por carecer de una estrategia y que gobierne por Internet, pero en su declaración por las redes “A nuestra amada patria Venezuela” revela no tener la suya. Tanto que le pide al pueblo construirla junto a él: “Una ruta política, estratégica y táctica”. En sus mismas palabras, suerte agravada de galimatías, pide avanzar “hacia la construcción de la opción que les proponemos”. ¿Cuál?
Capriles, a todas estas, nada quiere con Estados Unidos.
Hace 22 años, electo como diputado copeyano sin serlo, en curul que le procura una dádiva generosa se le encomienda cuidar del último Congreso democrático electo en Venezuela, en su calidad de presidente de la Cámara de Diputados. Opta por entregárselo a Hugo Chávez, que lo cierra en 1999 para nombrar un «congresillo a dedo»; tanto como le deja a Maduro la presidencia que le gana la oposición, en 2013. En el interregno, transparente como lo es al negociar con el usurpador de Miraflores por encima de la mesa, no por debajo de ella, hace pública su adhesión al proyecto político de Lula da Silva, creador junto a Fidel Castro del Foro de São Paulo y ambos gerentes de las ayudas de Odebrecht. Aplaude los programas del chavismo como alcalde y gobernador, del que discrepa no por razones ideológicas sino por su incapacidad gerencial para realizarlos.
Habiendo regresado el socialismo del siglo XXI a la pila bautismal e identificándose como «progresismo» o globalismo, Capriles, quien hace fe de «progresista» le presta sus mejores servicios. Urge lavarle el rostro a la rémora de Maduro mientras se derrota a Donald Trump, Iván Duque, Jair Bolsonaro y Sebastián Piñera, piedras de tranca para el avance de la agenda que pactan el Foro y el Partido de la Izquierda Europea en vísperas de la pandemia.
Razón le asiste a Borrell, entonces, para no confiar en los «alacranes» sino en Capriles. Aquellos dividen al núcleo de Guaidó desde adentro y al mejor postor –no lo hace María Corina– y pueden repetir su acto de traición otra vez, en sentido contrario.
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