A comienzos de la década de 1990, Lester C. Thurow nos habló de la predecible confrontación económica entre los países sobrevivientes de la guerra fría –Japón, la Europa unida y los Estados Unidos de América como principales protagonistas de la nueva escena mundial–. El ahorro, la inversión y el sistema educativo despejarían al nuevo arquitecto de la economía global, teniendo Europa en aquel momento las mejores posibilidades al constituir un mercado unificado de 337 millones de habitantes y ostentar un PNB –la suma de bienes y servicios producidos por los habitantes de un país– mayor al de Estados Unidos. Bajo el liderazgo alemán, el continente europeo haría lo necesario para lograr una genuina integración, mientras la nación norteamericana y Japóncontinuarían imbuidos en la animada competencia de industrias rivales sobre el auge de sus respectivas tecnologías.
Thurow escribirá un nuevo libro en 1996 dedicado al futuro del capitalismo a partir de la caída del comunismo –el supuesto del nuevo tiempo se apoyaría en el predominio de un mismo sistema económico, social y cultural entre las naciones más poderosas del mundo–. Un período que para el autor en comentarios sería de profundos cambios en materia económica, con enormes oportunidades para los más competentes y mejor apertrechados a la hora de enfrentar los grandes desafíos. La conversión de coaliciones comunistas al capitalismo emergente no se cumplió al pie de la letra como predijo Thurow, aunque sí se produjo el despliegue de capacidades intelectuales que avanzaron sobre nuevas tecnologías y se adelantó en la tesis de que la manufactura podría instalarse en cualquier país sin mayores riesgos para las cadenas de suministro de bienes intermedios a nivel mundial. Debía, pues, surgir el nuevo capitalismo sometido a las habilidades innovadoras en áreas técnicas, antes que a la inversión propiamente dicha o el capital físico como factorde producciónaventajado sobre la tierra y el trabajo; de igual manera prevalecerían la educación, el conocimiento y el mejoramiento social como sustento de nuevos planes de desarrollo. Y en ese contexto el poder político y militar no continuaría desempeñando el papel dominante que se conoció en tiempos de la guerra fría.
La creciente compenetración de las economías a nivel mundial, particularmente en lo que se refiere a los flujos financieros y al comercio internacional, se asumía en la última década del siglo XX como proceso económico, tecnológico y cultural irreversible –un fenómeno que los dirigentes políticos y organizaciones sociales no podrían ignorar y menos aún evitar–. Una globalización que beneficiaría a todos los países con prescindencia de su grado relativo de desarrollo económico. Pronto la realidad se impondrá dejando entrever las contradicciones y asimetrías palmarias entre las economías tocadas por la globalización, dando lugar a protestas y sucesivos planteamientos de reforma.
El bienestar de la población se mantenía explícita y específicamente como objetivo fundamental del gobierno en las naciones civilizadas, para lo cual todos debían estimular la inteligencia del ciudadano a través de la educación formal y la creación de genuinas oportunidades; obviamente, asumiendo la contradicción ineludible entre igualdad ante la ley –la única equivalencia posible–, la de habilidades, de capacidades, de ejecución y de haberes. Y en ese contexto, el capitalismo lejos de ser una arena amoral para la colusión de intereses como sostienen sus detractores, es un sistema siempre sujeto a normas de funcionamiento y a reglas éticas. No es admisible tomar bienes ajenos a veces de manera violenta y sin compensación, como proponen algunos sistemas alternativos que incluso niegan los derechos del hombre; ello además destruye la confianza en el sentido económico del término, al producirse la derogatoria del Estado de Derecho –generalmente esos sistemas alternativos, además de la desidia que les caracteriza, favorecen a unos cuantos privilegiados, a costa de los demás–.
El capitalismo coloca la creatividad del individuo al servicio de la humanidad, estimula la innovación empresarial y explica suficientemente los inmensos avances alcanzados por el hombre desde los tiempos de la Revolución Industrial. En ello se diferencia de los regímenes socialistas que exhortan a sus siervos ideológicos a construir un futuro inverosímil. Esos regímenes suelen instrumentar la discordancia del capitalismo de Estado en el cual el gobierno dirige las empresas de propiedad estatal –los procesos de gestión centralizada y acumulación de capital en manos de burócratas incompetentes, aunque siempre desaprensivos–.
El afán de lograr una justa distribución de la riqueza –aún no definida en términos mínimamente aceptables– y derechos de propiedad, asume un mayor perfil desde el colapso del comunismo soviético y sus vecinos; desde entonces, ha surgido una nueva clase de opulentos empresarios, mientras muchos ciudadanos de aquellos países se sienten en peores condiciones que las propias del régimen comunista. Entretanto, en el viejo occidente industrial, las fuerzas del mercado han oprimido en alguna medida a quienes ocupan los espacios más bajos en la distribución del ingreso. ¿Cómo podríamos entonces compensar a los menos favorecidos?
Ni los radicalismos ni los excesos que se observan en regímenes autoritarios e identitarios de cualquier orientación ideológica, pueden proveer respuestas apropiadas a esa pregunta. Nada que atente contra el bienestar general y la libertad de elegir puede ser enteramente aceptable y proveer resultados satisfactorios para el común de la gente. Lo que sigue estando a la vista, es que no todos los seres humanos tienen la misma capacidad, talento y habilidad para trascender en sus emprendimientos elegidos con entera libertad, naturalmente dentro de su escala y circunstancia individual. La igualdad ante la ley sí que es axiomática, tanto como la equivalencia de oportunidades que cada cual tramitará en su ámbito con arreglo a su competencia y posibilidades innatas. Haciendo abstracción del “velo de ignorancia” propuesto por John Rawls para alcanzar la justicia como equidad –la libertad y la diferencia como fundamentos para obtenerla–, todos tenemos un sitio en el ámbito económico, social y cultural y por tanto podemos conocer, promover y defender nuestros propios intereses, sobre todo si hemos tenido acceso a la educación. Así, pues, educación, justicia y oportunidades, son conceptos fundamentales que igual contribuyen al rostro humano del capitalismo.