La designación del encargado del hospital de campaña instalado en el Poliedro de Caracas vuelve a confirmar lo que ha sido una característica de este gobierno: el desprecio por el saber, la preparación, la experiencia, la autoridad.
Está claro que en la escogencia del candidato no ha primado la experticia médica, ni administrativa ni gerencial. Es, simplemente, la voluntad del jefe: “Potro, te encargo la salud del pueblo de Venezuela en el Poliedro”. Las preguntas lógicas son: ¿los venezolanos pueden confiar?, ¿los enfermos pueden confiar?, ¿se trata de una nueva y costosa improvisación o de una muestra de la demagogia, la poca seriedad en la gestión de la pandemia y del oscuro manejo de la información?
Cuando uno se pregunta por las razones del fracaso de este gobierno, que arrastra al país cada vez más a condiciones de pobreza, caos y destrucción, se hace evidente que una de ellas es la política malsana de privilegiar el compromiso partidista, la arbitrariedad o la lealtad personal o grupal a la hora de escoger a los funcionarios. El ciudadano común quisiera ver en ellos, en primera instancia, preparación para el cargo, formación, experiencia. Lamentablemente no es eso lo que observa. La carencia de equipos con formación y experiencia explica ese sistema de mesa rotaria en la que circulan los mismos nombres, esquema de cambio para que nada cambie, de selección no de expertos sino de obedientes, de fichas acomodaticias, útiles para todo. El reiterado fracaso no parece haber dejado lección alguna y se insiste en el modelo. Sigue pesando más la decisión de mantenerse a toda costa en el poder antes que la de evitar la debacle que se agiganta con los días.
Los criterios de formación y competencia que usa el régimen para asignar funciones, seleccionar su personal o designar las autoridades solo pueden conducir a un funcionario con nombramiento, pero sin legitimidad, con título, pero sin capacidad de hacer. La deformación que desprecia la meritocracia, que ve en el saber una forma de elitismo, termina en la aceptación de la mediocridad, del mal funcionamiento de los servicios, de la ineficiencia, de la improductividad y el desaliento.
La condición de fracaso en la que se ha sumido a la industria petrolera es solo un ejemplo de esta política marcada de desprecio por el saber, por el mérito, por la especialización. Igual ha sucedido en otros campos, en los cuales los técnicos, los gerentes, los profesionales, las personas con bien ganada autoridad han sido sustituidos por compañeros de filas o de partido, apoyados exclusiva o casi exclusivamente en el mérito de su incondicionalidad. Si algo han probado es que la sola declaración revolucionaria no es capaz de reemplazar la capacidad de planificar y de hacer. Un esquema así no solo asegura el fracaso, sino que alimenta una cultura de la mediocridad y abre espacios a la corrupción. Cuando el único mérito es una interesada lealtad, el compromiso, aparecen la compra del silencio, el aprovechamiento, la preeminencia del objetivo político por encima del objetivo social. Incapacidad, complicidad y corrupción se dan la mano.
Entre los valores que será urgente rescatar para la tarea de reconstrucción del país está, sin duda, el de la formación, de la capacitación, la especialización. Nuestra mayor necesidad para el futuro no es otra que gente preparada, capaz de interpretar los grandes cambios que vive la humanidad y la manera como impactan nuestras vidas y cómo nos insertamos en ellos.
La pérdida de talentos y gente con alta preparación y experiencia que ahora tanto lamentamos no será fácil de cubrir. Lamentaremos siempre la dificultad de recuperar una generación a la que le costará reintegrarse al país, pero contaremos con el entusiasmo de las nuevas generaciones y con la capacidad que tengamos ahora mismo para formarlas, para abrirles espacios de oportunidad. Hay una generación dispuesta a asumir los retos, consciente de que no habrá recuperación del país sin un equipo humano bien formado en todos los campos.
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