En el noreste de Colombia, el Catatumbo se ha convertido en el escenario de una lucha sin reglas, donde el Estado parece más un espectador que un actor decisivo. Allí, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), las disidencias de las FARC y las bandas criminales libran una batalla por el control del territorio, mientras el gobierno de Gustavo Petro apuesta por una estrategia de negociación que, en la práctica, ha creado más confusión que soluciones.
El mayor problema no es solo la presencia de estos grupos armados, sino la falta de una estrategia clara por parte del gobierno. Ofrecer mesas de diálogo con algunas facciones mientras otras siguen en guerra ha generado una paradoja: las Fuerzas Militares no saben contra quién actuar. Si atacan a un grupo en conflicto con el Estado pueden ser acusadas de sabotear la paz; si no hacen nada, las comunidades quedan a merced de la violencia.
El resultado es un mapa de restricciones absurdas. A las tropas se les permite enfrentar a ciertas organizaciones, pero no a otras. Algunas disidencias de las FARC están en proceso de paz y, por lo tanto, no pueden ser combatidas, mientras el ELN sigue atacándolas y expandiendo su control. La pregunta es inevitable: ¿cómo se protege a la población si el gobierno impone límites que favorecen a los violentos?
Para entender el caos en el Catatumbo, imaginemos un partido de fútbol donde el árbitro no solo deja de pitar faltas, sino que a algunos equipos les permite jugar con las manos. Eso es lo que ocurre con la seguridad en esta región: el Estado no solo ha perdido el control, sino que ha establecido normas que terminan beneficiando a ciertos actores armados.
El ELN ha sabido aprovechar la situación. Con presencia en Venezuela, puede cruzar la frontera y replegarse cuando lo necesite, sin temor a ser perseguido. Las disidencias de las FARC están divididas entre quienes negocian y quienes continúan operando como siempre. Y mientras el Ejército colombiano enfrenta restricciones políticas para actuar, las bandas criminales llenan el vacío de poder con extorsión, narcotráfico y violencia.
El gobierno de Gustavo Petro ha tomado decisiones que han reducido la capacidad del Estado para responder. En lugar de fortalecer la inteligencia militar, ha desmantelado estructuras clave. Más de 50 generales fueron retirados de las Fuerzas Militares. Además, se eliminaron las Fuerzas de Tarea Conjunta, unidades especializadas en coordinar operaciones contra organizaciones criminales.
El resultado es un ejército desorientado, sin un plan de acción claro. Mientras tanto, el presidente Petro, en vez de estar en la zona del conflicto, viaja a Haití a hablar de estabilidad en el Caribe.
Uno de los aspectos más graves de esta crisis es el papel de Venezuela como santuario de los grupos armados. Es sobradamente conocido que el ELN opera en territorio venezolano con la protección del régimen de Nicolás Maduro. Secuestran, comercian con drogas y mueven armas desde el otro lado de la frontera.
Si la administración Petro no altera el rumbo, la situación se agravará. La población del Catatumbo seguirá atrapada entre la violencia y la indiferencia del Estado. Otra pregunta clave es: ¿cuándo tomará el gobierno el control de la seguridad en Colombia, en lugar de dejar que los grupos armados dicten las reglas?