Quizás el titular de estas líneas debió ser Con la verdad a cuestas, pues parte de ellas las suscitó el de un artículo de borgianas connotaciones, El infierno del sendero que jamás se bifurca, rubricado por Luis Almagro, aparecido originalmente en el semanario uruguayo Crónicas y reproducido en este medio el pasado sábado 30 de julio, en el cual el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA) acredita a la diáspora venezolana la confirmación de sus denuncias atinentes a crímenes de lesa humanidad en Venezuela —crisis migratoria, ejecuciones extrajudiciales, secuestros, desapariciones, torturas, encarcelamiento de ciudadanos por pronunciarse contra el régimen, conculcando sus derechos a opinar y disentir, e inhabilitación arbitraria de candidatos, entre otras transgresiones de la Constitución—. El encabezamiento de marras me hubiese permitido tratar con fundamento, no tanto el éxodo en sí de más de 6 millones de compatriotas, cuanto las penurias inherentes a su irrupción competitiva en mercados laborales ajenos, y de los vejámenes asociados a la xenofobia concomitante, y comentar sus testimonios corroborando los señalamientos del excanciller de Pepe Mujica. En estas aguas navegaba yo, tropezando aquí y allá con inquietantes informaciones, todas merecedoras de glosa o de análisis, especialmente cuando, hasta para los más solventes medios occidentales, la pandemia devino en caliche —«Sí, estamos hartos de la covid», leímos hace pocos días en un boletín en español del New York Times—, la guerra de Putin en rutina y la atención mundial se concentra en China o, más exactamente, en las arrecheras de Xi Jinping con Nancy Pelosi, y su desafiante visita a Taiwán, ¡una pelusa!, así como el recelo de la administración Biden, por aguarle el festejo de la ejecución sumaria, dron mediante, del líder de Al Qaeda, Ayman al Zawahiri.
Y aquí, la juez Hennit Carolina López Mesa condenó a Juan Requesens a 8 años de prisión, el Tren de Aragua se descarriló y fue a parar a Chile, desenganchando vagones repletos de malandros en Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, y Sebastiana Barráez intentó explicar por qué el intérprete del trino de los pájaros apenas se arriesga a hacer cambios en el alto mando de la fuerza armada nacional bolivariana. A su inquietud le calza como mandada a hacer una frase de Antonio Machado, quien, a pesar de «hablar en verso y vivir en poesía», cual decía Gerardo Diego, sabía puntuar sobre las íes en asuntos menos espirituales y más mundanos, y sostener en mordaz registro: «En política solo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela». Y citamos al bardo sevillano porque suyos son los versos ausentes en la edición digital de El Nacional de hoy miércoles 3 de agosto, cuando esto pergeño y el periódico fundado por Miguel Otero Silva cumple 79 años. A modo de celebración, aunque no haya lugar para brindis y jolgorio, me permito transcribir, actualizado y casi ad pedem litterae, buena parte de un artículo de mi autoría publicado en 2019, cuando las rotativas habían dejado de imprimirlo.
Echamos de menos la mancheta cumpleañera ―Caminante no hay camino/ se hace camino al andar―, el olor del papel impreso y los dedos manchándose de tinta al pasar las enjundiosas páginas de la edición aniversaria, buscando el cuento premiado para censurar o elogiar al jurado y al laureado. Sí, los caminos se hacen con andaduras como bien versó Machado, pero también a saltos, enfrentado y superando obstáculos. El Nacional, víctima de la (in)justicia roja y la hegemonía comunicacional del régimen militar, es hoy apenas un aspecto y un espectro virtual del periódico de ayer; una incómoda y consecuente presencia digital que, desde su portal, continúa con ahínco trazando senderos y sobreponiéndose a un amplio abanico de trabas y escollos ―como el bloqueo continuado de su web site, http://www.el-nacional.com/, obligando al lector a conectarse a una red privada virtual (VPN)―, a fin de ofrecer al público un resquicio informativo deslastrado de las verdades oficiales. Sobriamente, porque ahora no se trata de privilegiar la noticia insólita tan del gusto del legendario William Maxwell Aitken, 1er. Barón de Beaverbrook y Cherkley, editor del Daily Express ―convertido bajo su mando en el diario de mayor tiraje y circulación del mundo―, el escandaloso Sunday Express y el indiscreto vespertino Evening Standard. «Si un perro muerde a un hombre, no es noticia, pero si un hombre muerde a un perro, eso sí es noticia», sostuvo el flemático Lord y empresario anglocanadiense, mas en esta época de posverdad, fake news y manipulaciones mediáticas, la truculencia e inverosimilitud no garantizan lectura ni sintonía: cuando el hambre estrecha el cinturón, como acontece en nuestra tierra de(s)gracia(da), no podemos comer cuentos, y debemos meterle diente hasta al fiel amigo del hombre.
Embucharse un can no debería asombrar a nadie ―tiene la humanidad más de un siglo devorando perros calientes, bocadillos a base de salchichas de dudosa factura, elaboradas vaya usted a saber con cuáles despojos animales―, dadas las deficiencias proteínicas inherentes al forzado ayuno impuesto por la atroz convergencia de bajos ingresos, avaricia especulativa e inflación dolarizada. La importancia de las buenas o malas noticias depende de su impacto sobre la colectividad. Ya el periodismo no consiste en comunicar el deceso de alguna personalidad a quienes no tenían la menor idea de su existencia, sino en abundar en las circunstancias y consecuencias sociales, económicas o políticas de su fallecimiento. Si no las hubiere, ahondar al respecto resultaría, si no inútil, baladí. Y, a pesar de los pesares, el individuo sigue siendo el motor de la información, al menos en el Occidente capitalista. Así, las imágenes y pareceres de Joseph Biden, Vladimir Putin, Volodímir Zelenski, Emmanuel Macron, Olaf Scholz, Ursula von der Leyen, del mencionado Xi Jinping y (todavía) Boris Johnson copan los espacios noticiosos en los medios impresos y audiovisuales —el defenestrado pachanguero del número 10 de Downing Street, suerte de avatar de Donald Trump, nació como este en el exclusivo Upper East Side de Manhattan―.
He aludido a esos protagonistas de la tragedia o comedia humana ―cuestión de óptica―, porque los asocio a una frase de Primo Levi, quien de no haberse precipitado por una escalera el 11 de abril de 1987, en aparente acto suicida según i carabinieri, hubiese cumplido 105 años el pasado domingo 31 de julio. El químico y escritor italiano, oriundo de Turín, de ascendencia judía, y sobreviviente de Auschwitz, «retrató como pocos los horrores de los campos de concentración nazis» en Si esto es un hombre (Se questo è un uomo, 1947), obra fundamental y fundacional en torno al holocausto y primer libro de una trilogía sobre el tema ―La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986) son los otros dos―. ¿Cómo se vinculan las opiniones de Levi con el racismo y los campamentos destinados al hacinamiento de migrantes y el anglocentrismo colonialista de un premier británico, quien durante un viaje oficial a Myanmar se solazó nombrando la soga en casa del ahorcado y recitó un poema de Rudyard Kipling delante de dignatarios locales, evocando pasadas glorias imperiales? Sobra pormenorizar sus alegatos contra el nazismo. Me limitaré a descontextualizar 10 palabras, quizá políticamente incorrectas, ¡y me sabe!: «Los ojos azules y el pelo rubio son esencialmente malvados». Bordea un racismo de signo opuesto tan radical caracterización; sin duda, un dardo dirigido al blanco de la pretendida pureza aria. Lo preferí a otros proyectiles de análogo calibre, y reservé para quienes viven, padecen y sufren el drama venezolano, esta sentencia: «Un país es considerado tanto más civilizado, en cuanto la mayor sabiduría y eficiencia de sus leyes impiden a un hombre débil volverse demasiado débil y a un poderoso volverse también demasiado poderoso». No sería ocioso reflexionar en torno sus implicaciones y, al volver la vista atrás, «ver la senda que nunca se ha de volver a pisar».