Hay circunstancias decisivas, específicas y, sobre todo, inesperadas en la vida política que someten a prueba la vocación y el talento que algún día se juró tener. Cosa semejante ocurre en otros ámbitos y oficios, pero el asunto es de mayor relieve y cuidado al tratarse del destino común y, quizá, por ello, el liderazgo es un camino de constantes retos que, inevitable, lo depuran y perfeccionan de acuerdo a un determinado marco de valores y principios.
Vale traer a colación, el caso de Antonio Leocadio Guzmán (1802-1884) que constituye un interesante ejemplo, una dura lección, o, mejor, útil parábola histórica que ayuda a interpretar y prever correcta y adecuadamente la coyuntura actual. Paecista desde las primeras de cambio, fue después excluido de los círculos oficiales; inteligente, elocuente y, acaso, eficaz propulsor de los populismos iniciales en este lado del mundo. Participó en las elecciones presidenciales de segundo grado que debía visar el Congreso conservador, en 1846, configurándose como un genuino fenómeno de masas: ese país en ebullición que a él mismo sorprendería, conminado por el verbo incendiario que catapultó al Partido Liberal y a El Venezolano, novedades de muy pocos años a cuestas, lo arrojaron a protagonizar la escena como nunca antes imaginó desde sus más profundas y comprobadas aptitudes para la intriga palaciega.
Generador de una intensa crisis política que amenazó con prolongarse, todo apuntó a la posibilidad y necesidad de una entrevista clave con José Antonio Páez, a las afueras de Caracas, quien la desestimó tan pronto como se enteró de toda una movilización de los partidarios que acompañaban a un Guzmán perplejo y, a la vez, (auto)sobredimensionado. El fracaso de un intercambio personal celebrado como un triunfo en sí mismo, posiblemente auspicioso para replantear y resolver políticamente la situación, tampoco rechazado con antelación, afectó moralmente a sus seguidores inmediata y evidentemente reprimidos, incurriendo en errores como el de no calibrar correctamente la magnitud de una fuerza popular todavía incontrolada, dándole un sentido estratégico a sus iniciativas; suponer que el solo empleo de una prensa explosiva bastaría, punzando constantemente las emociones para no canalizarlas políticamente; confiarse a un exclusivo acuerdo de élites para aportar su nombre, dándose por elegido; y, prescindiendo de sus más destacados copartidarios, creerse Antonio Leocadio un partido en sí mismo. Valga acotar, a la postre, su hijo, se convirtió en una versión forzosamente corregida y mejorada, permitiéndose superarlo en ambiciones y realizaciones.
El caso demuestra que faltaron arrestos para liderar un vasto movimiento político, desbordado por las expectativas, titubeante, y, a lo mejor, naturalmente asustadizo sin la obligatoria complementación de un equipo más o menos experimentado, previsivo y decidido. Sortario, sobrevivió a una condena a muerte, y se transó después por una vicepresidencia de utilería que le quedó pequeña a la vuelta de los años, dándose cuenta que había salvado su vida pero quedándose sin partido.
La obcecada retórica política que no agudiza las contradicciones del adversario, procurando una cierta, favorable y pasajera sentimentalidad, hecha de espejos, constituye una suerte de cañones de aire que refrigeran y distraen, refrescan y postergan aspirando a un día afortunado. Digamos, el mesianismo es un mal consejero.
@luisbarraganj
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