Lo primero que hizo el dictador de Corea del Norte, heredero de la idea fuche del abuelo, cuando los esbirros le informaron que el Covid-19 había espantado al cuerpo diplomático y que después de una rutinaria y superficial cuarentena todos sus integrantes abandonaron la ciudad de Pyongyang apresuradamente –con la última gragea de paracetamol en el bolsillo–, fue ordenar que dispararan una secuencia de misiles, pero con cuidado de no meterlo en problemas con los vecinos. Uff.
Donde la orden tiene más poder que la razón, prefieren esconder los problemas antes que resolverlos; cuando ya no les queda otra opción que admitirlos, disparan los cañones, muestran las ametralladoras y ponen alcabalas cada cincuenta metros. No preguntan sobre qué medidas preventivas aplicar ni si existe una vacuna o cómo contrarrestar los síntomas, consecuencias o secuelas. No. Lo primero es mostrar su alto poder disuasivo-represivo y que quede claro que no permitirán que nadie se descarrile o vaya a perder la paciencia por estar pidiendo lo que no debe.
Esa actitud de los gobernantes que creen que se les eligió para mandar y no para gobernar en consulta o debate permanente con la ciudadanía se acentuó en Venezuela tan pronto como el intergaláctico levantó el teléfono interministerial y ordenó que le dijeran a Martín Pacheco que le trajera un café bien negrito y bastante azúcar. No tenía, pues, que extrañar que cuando los medios comenzaron a publicar noticias sobre el auge de la delincuencia, después de haber descartado por imperialista el Plan Braton-Simonovis, colocaron tanques de guerra en las esquinas más concurridas para espantar el hampa. Después compraron cientos de tanquetas antidisturbios a China, que para disimular las adjudicaron al Comando Antiextorsión y Secuestro, el Conas, de la GNB, como si quisieran espantar ese tipo de crimen organizado con cañonazos de agua y bombas lacrimógenas.
En los últimos días y a medida que las cifras de contagio del Covid-19 son más preocupantes, hemos visto y sentido cañonazos a la nada, en la autopista regional del centro, en la carretera de los Llanos y también en los alrededores del Palacio Federal Legislativo. Soldados en traje de fatiga o tenida de combate se despliegan y asustan a los desprevenidos peatones y a los avispados carteristas, pero ni aunque sirvieran los fusiles que nos hipotecaron a Rusia impedirían la entrada del Covid-19, que anda a su aire y sin pasaporte por el mundo.
Como desde el primer día, el 2 de febrero de 1999, el dinero de los hospitales y demás centros de salud, de los centros de investigación, de las universidades, los presupuestos para adquirir equipos médicos, medicinas y reactivos para los exámenes clínicos se usan para otros menesteres, otras obligaciones que no son necesariamente urgentes, como tener una emisora de salsa, comprar ropa blindada y regalar vehículos de ultralujo a los tarazonas en funciones. Lo hizo Stalin con los Studebaker, lo hizo Fidel con los relojes Rolex –él usaba dos en la muñeca–, Nelson Merentes con los bonos del sur y ahora hasta Piedad Córdoba y Zapatero recibieron su mina de oro, quién sabe cuántas de coltán, pero no hay fiscales que investiguen la malversación, el desvío de recursos, el despilfarro de los fondos públicos ni la destrucción de la riqueza nacional que prometieron distribuir de manera justa y equitativa.
Los laboratorios del IVIC están cerrados y ocurre otro tanto en el Instituto Nacional de Higiene. Lo único que ha crecido son los ingresos en la morgue, unos por hambre, otros tiroteados o por pésima salud. Habrá guantes, mascarillas y centros de aislamiento, también aspirinas, alcohol y té con limón para el aparato, ninguno correrá peligro. Tienen que cuidarse que el país no se pierda por una gripecita llegada de China. Vendo apparátchik «aburguesado».
@ramonhernandezg