Un momento culminante, un verdadero punto de quiebre, en la historia reciente del indigenismo en Venezuela sucedió hace cuarenta años. En efecto, a mediados de 1984 un hecho fortuito, aunque no estrictamente circunstancial, desencadenó una reacción de grandes magnitudes. Los peones de un fundo en el Valle del Guanay, en el entonces Territorio Federal Amazonas, agredieron a unos indígenas piaroas o wótujas asentados en sus inmediaciones, a quienes además y de forma continua les impedían el paso. Las denuncias de los abusos y tratos infamantes hacia los indígenas no tardaron en divulgarse y plantearse ante las instancias llamadas a conocerlas.
Cabe precisar varios aspectos para una mejor comprensión del problema. El fundo tenía pocos años de haber sido establecido y su propietario era un hacendado, residenciado en Caracas, capital de la República, perteneciente a una de las familias más adineradas y e influyentes del país, con amplias redes sociales y contactos en distintas esferas de la vida social. Los terrenos del fundo habían sido de reciente apropiación estimulada en su momento por el programa “Conquista del Sur”, llevado a cabo por el primer gobierno de Rafael Caldera (1969-1974). Este programa buscaba la superación de la soberanía precaria al sur del Orinoco, especialmente en Amazonas y el municipio Cedeño del estado Bolívar, mediante la construcción de infraestructuras públicas (carreteras, aeropuertos, estaciones de radio, etc.) y la consecuente expansión de las fronteras (sobre todo, económicas, demográficas e ideológicas). De esta manera se estimuló indirectamente el asentamiento de colonos espontáneos y el acaparamiento de tierras ante un posible desarrollo económico de tipo convencional.
Por otro lado, la incomprensión de los modos de producción indígenas y de sus patrones de asentamiento tuvo un papel importante. Tradicionalmente, los indígenas establecen sus aldeas permanentes en áreas no inundables cercanas a corrientes de agua y en terrenos aptos tanto para la práctica de la agricultura itinerante, como para la cacería con fines no comerciales sino de sustento familiar. Como parte de esas prácticas era habitual que los indígenas mudaran sus asentamientos periódicamente para facilitar así la recuperación de los suelos. Dejaban sus conucos en barbecho y, de esa manera, propiciaban la recuperación de los cotos de cacería. Esto ha sido interpretado como vacíos, áreas despobladas o no ocupadas, cuando en realidad responden a una modalidad de uso y ocupación adaptada a las condiciones ambientales. Ello reviste una especial importancia en la región amazónica por sus particulares características de fragilidad ecológica. Las situaciones de violencia hacia indígenas, ocurridas también en otros países, en Venezuela fueron particularmente fuertes durante el siglo XX en los llanos de Apure, en el estado Zulia, en Amazonas durante la época del caucho y luego con la minería ilegal.
Venezuela vivía en 1984 el inicio de una larga crisis económica y sociopolítica, originada tanto por el inestable mercado petrolero como el agotamiento del modelo sociopolítico del país, perfilado desde 1936 en adelante y, más específicamente, con el Pacto de Puntofijo en 1958. Esta situación, que llevó a la devaluación del bolívar por primera vez en dos décadas y a fuertes recortes presupuestarios, puso en evidencia la inestabilidad e inconveniencia de depender del petróleo, asunto largamente debatido en círculos académicos y políticos. Asimismo, lo que no fue advertido de manera asertiva por las diligencias políticas, la crisis económica supuso un estancamiento o ralentización de la movilidad social que, a diferencia de lo ocurrido en décadas anteriores, perjudicaba a los estratos sociales más pobres.
La incomprensión de la encrucijada sociopolítica del país tendría consecuencias de gran magnitud para toda la sociedad venezolana y el modelo político implantado con el mencionado acuerdo político y la Constitución de 1961. Sus efectos incluso se proyectan al presente y fundamentan gran parte de los fenómenos y la extrema politización política de Venezuela a lo largo del siglo XXI.
En el contexto de la agresión a los wótujas de Caño Guanay, la defensa de los derechos de los pueblos indígenas se interpretó como una acción desestabilizadora del Estado venezolano y su institucionalidad. De una manera casi automática, simplista e irreflexiva, se vinculó la defensa de los pueblos indígenas, el apoyo a sus reivindicaciones y una actitud de comprensión de la diversidad sociocultural y lingüística representada por los pueblos indígenas como “comunismo” o proyectos de extrema izquierda. Esta caracterización ejercía todavía un gran impacto comunicacional en un mundo que apenas, sin percibirlo, se acercaba al final de la tensión este-oeste y la adopción de reformas significativas en la Unión Soviética. Se vivía la crisis del llamado socialismo real, pero no había surgido el mundo que hoy pudiéramos llamar “poscomunista”.
En la década de 1960, Venezuela había vivido la dolorosa experiencia de las guerrillas de inspiración marxista, apoyadas por la Cuba castro-comunista, y esa difícil experiencia había marcado la comprensión de fenómenos como la diversidad sociocultural y los derechos colectivos. Estas distorsiones sesgaban la formulación de políticas públicas para los pueblos indígenas, expresión genuina de la diversidad sociocultural.
Tras el atropello a los wótujas, se desató una fuerte campaña de prensa en la que el problema se simplificó en exceso y, con un ramplón maniqueísmo, se mostró como si solamente hubiera dos actores: los malos y los buenos. Los malos serían los indígenas y sus aliados, todos ellos comunistas o de inspiración izquierdista, incluidos misioneros católicos, y los buenos, imaginados como todos aquellos que defendían a los agresores de los indígenas y sus difusos intereses, asumidos desde una perspectiva ideologizada como los de la República. Visto de esa forma, se entendió como una lucha entre quienes, por una parte, en la mayoría de los casos sin clara conciencia sobre ello, propugnaban un modelo de crecimiento económico convencional y no sostenible, no solo sin identidad y sin consideraciones ambientales, sino también sin preocupaciones sociales, y, por la otra, quienes abogaban, la mayoría en este caso por la vía del indigenismo, no solo por nuevos modelos económicos sino también societarios para el país. En el caso de los medios de comunicación, tanto impresos como radioeléctricos, solo los diarios La Religión, órgano de la arquidiócesis de Caracas, y El Nacional, mantuvieron una actitud ecuánime y crítica hacia la situación, sin prejuzgar lo sucedido a favor del punto de vista de los agresores.
El colmo de todo esto fue la lectura que se hizo de un telegrama de solidaridad que el cardenal José Alí Lebrún Moratinos, entonces decimotercer arzobispo de Caracas, envió al vicario apostólico de Puerto Ayacucho, monseñor Enzo Ceccarelli, s.d.b., con una especial bendición para los indígenas. En aquel contexto polarizado, eso se tomó como una parcialización de la Iglesia y una exclusión de los fieles no indígenas. Aunque esto parezca una caricatura, contribuye a entender las dimensiones de esa campaña de desinformación. Varios funcionarios indigenistas fueron despedidos o trasladados de sus puestos de trabajo tras pronunciarse o intervenir a favor de los indígenas. El gobierno encabezado por Jaime Lusinchi (1984-1989), quien había tomado posesión en febrero de 1984, detuvo la mayor parte de los programas indigenistas, entre ellos la dotación de tierras para las comunidades indígenas y la educación intercultural bilingüe decretada por el presidente Luis Herrera Campins en 1979 e implementada a partir de 1980. Se redujo considerablemente la atención sanitaria y, sin duda, fue un quinquenio oscuro para el indigenismo venezolano y los pueblos indígenas.
La situación actual muestra un cambio relevante, acorde también con los progresivos avances internacionales en materia de derechos colectivos de los pueblos indígenas, de las minorías étnicas y otros segmentos sociodiversos. En efecto, la Constitución venezolana de 1999 incluye diversas disposiciones y un capítulo completo para los pueblos indígenas. Además, el Estado ha creado diversas instituciones para la atención tanto de los pueblos indígenas como también de otros grupos sociodiversos. Sin embargo, todavía en la mentalidad colectiva, en el imaginario social mayoritario y en las ideologías dominantes persiste una actitud de desconocimiento, desprecio y discriminación de los pueblos indígenas y otras minorías y segmentos sociodiversos. El desprecio indigenista de 1984 debe alertarnos para el futuro. Si queremos un país inclusivo, se deben respetar los derechos de los indígenas, los afrodescendientes y otros grupos sociodiversos y asimismo promover sin ambages sus valores, culturas y expresiones lingüísticas y literarias.
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