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Cancelación, desistimiento, superioridad moral

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RAÚL

En una tertulia llamada «El Jovial Cetáceo», que animan unos amigos de esos de toda la vida, participó Fernando García de Cortázar, pocas semanas antes de su triste e inesperado fallecimiento. Disertó sobre historiografía, con la autoridad y amenidad que solía. Pero lo que resultó más impresionante fue su comentario sobre el coste personal que le había supuesto la defensa numantina de una historia veraz, rigurosa y solvente de nuestra Patria. Nada menos que verse obligado a vivir durante 20 años con una continuada escolta policial.

Y es que eso de la «cancelación», de lo que tanto se habla ahora, no es nada nuevo. Antes de que se empleara este afortunado sustantivo, en referencia al mecanismo del acallamiento definitivo de oponentes culturales, ya se practicaba el método con considerable eficacia. Sobre todo por parte de los nacionalismos periféricos y demás fuerzas «progresistas».

Pero lo malo ha venido siendo el entusiasmo con que se han sumado al método, otros intelectuales, instituciones y medios procedentes de otros ámbitos culturales más templados, de los que cabría presumir un comportamiento más respetuoso con la verdad y con la libertad de expresión.

Cuando yo cursaba la carrera de historia en la Complutense madrileña, allá por los años ochenta, me sorprendieron dos cosas que no existían en mi Escuela de Ingenieros: el predominio marxista en la historiografía académica y el sectarismo creciente de muchos profesores y alumnos. De hecho, se establecía una cerrada catalogación de los autores contemporáneos que merecían el apelativo de historiador. El elenco sacralizado, se extendía desde los estudiosos más escorados hacia la izquierda hasta los, digamos, aceptablemente moderaditos. Y se detenía abruptamente en Javier Tusell, al que se consideraba en el límite de lo aceptable por la derecha. Me resultó sorprendente aquella delimitación, aunque la entendí tiempo después.

Resultó que Ediciones Encuentro, una institución de prestigio, pequeña, pero rigurosa y combativa, se atrevió a publicar la trilogía del historiador Pío Moa sobre la segunda república y la guerra civil española. Se trata de un conjunto de ensayos amenos y excepcionalmente bien documentados. Una lectura imprescindible para quien quiera informarse adecuadamente sobre aquel dramático periodo de nuestra historia.

La iniciativa resultó un rotundo éxito editorial que pudo medirse en las decenas de miles de ejemplares vendidos y en su repercusión en las listas de ventas semanales publicadas en la prensa. Este éxito no tuvo ningún reflejo en el mundo académico ni en el periodístico. El hecho de que se demostrase la responsabilidad de la izquierda, especialmente del PSOE, en la génesis y la provocación del conflicto, condenó al ostracismo mediático al autor, a su obra y a la editorial. Un ejemplo señero de cancelación avant la lettre.

El silencio ominoso y opresivo se mantuvo mientras fue posible. Ni recensiones, ni comentarios, ni siquiera críticas, hasta que el autor fue entrevistado en RTVE, cuando ya era imposible ocultar la trascendencia de sus libros. La entrevista desencadenó reacciones hostiles por doquier. No solo en el ámbito cultural progresista, sino también entre muchos historiadores de carácter liberal-conservador. Destacó en la polémica nuestro insigne historiador democristiano Javier Tusell. Llegó a exigir que se silenciase a Pío Moa eliminando su presencia de los medios masivos, incluyendo RTVE.

Así se ha ido cimentando el consenso para el establecimiento de una «historia oficial», que lejos de reconciliarnos con nuestro pasado ha ido determinando una interpretación sesgada. Una interpretación en la que hay culpables e inocentes, victimarios y víctimas. En último extremo buenos y malos. Una interpretación que ya es canónica en el mundo académico y, en la práctica, obligatoria en la enseñanza media.

Un consenso arbitrario en el que han participado tanto los progresistas como la mayoría de los conservadores. Que ha tenido un digno colofón con el concepto de «memoria histórica». Y que se ha hecho imperativo mediante la legislación sobre memoria democrática.

El sustantivo cancelación es pues relativamente nuevo, pero no así la técnica ni el concepto. Lleva aplicándose mucho tiempo de forma crecientemente intensa y suele ir acompañado de otro mecanismo complementario: el «desistimiento». Es otro concepto que hace alusión a la técnica que persigue que el disidente se autocensure para no verse apartado, discriminado y finalmente olvidado en cualquier colectivo social en el que exista debate y estén presentes representantes de la pretendida e imperiosa «superioridad moral» progresista.

Se trata de un mecanismo sutil que no emplea la violencia, ni el ataque directo. Busca imponer sus objetivos de forma generalizada y obsesiva. Por ejemplo la eliminación de los belenes navideños de los colegios, la modificación de los hábitos alimenticios, la imposición del lenguaje inclusivo o la pretensión humanizadora de las mascotas. Entre otros muchos, de mayor envergadura, que desisto de enunciar en aras de la necesaria brevedad.

En el ámbito de la enseñanza de la historia estos mecanismos han tenido un siniestro éxito. Una parte de nuestro pasado ha sido relegado al olvido o tergiversado. Siempre ante la mirada cómplice o resignada de los padres. Su, nuestro, generalizado silencio está contribuyendo, a que se elimine un conocimiento imprescindible para entender quiénes somos y por qué somos como somos. A que nuestra sociedad sea cada vez más manejable ante la dictadura de la corrección.


Antonio Flores Lorenzo es ingeniero agrónomo, historiador y antiguo representante de España en la FAO.

Artículo publicado en el diario La Razón de España

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