Por Nastassja Rojas Silva/Latinoamérica21
La migración venezolana comenzó a ocupar un lugar en la agenda regional a partir del año 2015 cuando el éxodo empezó a tener un matiz diferente al de años anteriores. Fue entonces cuando principalmente los países vecinos fijaron su mirada hacia este fenómeno migratorio que reclamaba atención especial, ya que en nada se parecía a aquella migración recibida en los primeros años de la revolución bolivariana.
Era de esperar que mientras la situación económica y social en Venezuela no presentara mejoría, la migración iría en aumento. Con el pasar del tiempo, aquellos que huían de la crisis saldrían en peores condiciones y con mayores necesidades que debían ser atendidas por los países de acogida. No obstante, debido a la rapidez del deterioro, la región no tuvo tiempo suficiente para preparase institucional ni socialmente para lo que vendría.
No se trata del primer movimiento migratorio de gran impacto en Latinoamérica, pero sí es el primero en desarrollarse a gran escala en un corto período de tiempo. Las más de 5.500.000 personas, en su mayoría, migraron desde 2015. Esta última ola es la que requiere de mayor atención debido a las precarias condiciones de desplazamiento y a que los lugares de acogida no han contado con servicios de asistencia mínima, lo cual ha generado dificultades para atender a los migrantes.
Estas carencias se entremezclan con las necesidades históricas de las poblaciones receptoras quienes, en ciertos casos, reclaman su prioridad como nacionales. Esto ha acentuado un aumento de expresiones xenófobas y en ciertos casos se ha llegado a responsabilizar a los migrantes de las miserias propias. En el transcurso del año 2020, solo en Colombia fueron asesinados más de 400 venezolanos y varios de estos casos han estado relacionados con expresiones de discriminación.
En este marco, no es raro que se responsabilice a los migrantes de su situación y los peligros que han debido sortear en sus rutas de escape. Ya se trate de “caminantes” que han emprendido viajes de días a pie entre las montañas enfrentando bajas temperatura y presiones de los grupos armados, o “balseros” que deciden huir por mar en precarias embarcaciones.
El dilema de migrar
Si bien la persecución política se dio desde la llegada de la revolución, el desmejoramiento de las condiciones de vida se hizo visible para la comunidad internacional con la llegada de Nicolás Maduro al poder. Sin embargo, la crisis no es más que la consecuencia de un proyecto diseñado para controlar a la población por medio del empobrecimiento y la dependencia absoluta al régimen, a lo cual se ha sumado un aumento generalizado de la violencia.
Pero migrar no es fácil. Con una pobreza extrema cercana a 90%, depreciación de la moneda, bajos ingresos que cubren apenas 0,4% de la canasta básica, el ciclo hiperinflacionario y adicionalmente la imposibilidad de obtener documentos de identificación, emprender el viaje es cada vez más difícil.
Por lo tanto, la migración venezolana no ha sido homogénea y se habla de varias olas con características diferentes. El empobrecimiento ha marcado la tendencia de los migrantes de los últimos años, lo cual sumado a una inflación desbocada y a una dolarización de facto de la economía que han hecho a las remesas insuficientes, se augura para este 2021 un aumento significativo de la migración con la partida de familias enteras.
Cuestión de normas y de humanidad
Quienes finalmente emprenden su viaje se enfrentan a una travesía llena de dificultades y riesgos. Aunque se ha reconocido internacionalmente la condición de vulnerabilidad de los migrantes venezolanos, estos no siempre reciben la protección adecuada y en muchos casos son violentados también en los países de tránsito y acogida. Por ello, numerosas instituciones internacionales demandan de forma imperativa protección para los migrantes y que se impongan obligaciones y responsabilidades tanto para Venezuela como para el resto de países de la región.
Particular atención merece el caso de la migración entre Venezuela y Trinidad y Tobago, en donde más de 100 balseros han muerto en el último año intentando llegar a la isla. Incluso, en algunos casos los migrantes son devueltos, pero abandonados a su suerte en la mitad del mar sin importar su condición o edad. En otros casos son privados de su libertad y sometidos a tratos inhumanos violatorios de las disposiciones internacionales, o caen en redes de trata y explotación sexual, siendo particularmente vulnerables las mujeres y niños.
Sin embargo, hasta el momento los gobernantes de estos dos países parecen no darse por aludidos y se excusan en la violación de derechos por razones políticas. De hecho, para el primer ministro de Trinidad y Tobago el ingreso irregular de un migrante al país le convierte automáticamente en una persona indeseable, lo cual no solo limita sus propias posibilidades, sino que pone en riesgo la situación migratoria de cualquier otro venezolano que le ayude.
La migración ante el covid-19
Como si la crisis venezolana no fuera poco, en marzo se sumó la pandemia y sus embates económicos. Para quienes intentan sobrevivir en el país bolivariano el covid-19 es una preocupación menor. Pero para los migrantes, la llegada del virus ha complejizado sus condiciones con un aumento importante de expresiones xenófobas. La asociación del flujo migratorio con la expansión de la enfermedad ha dejado a los migrantes aún más desamparados, además de ser estos los primeros afectados laboralmente al ser parte, en su mayoría, de la economía informal.
Ante esta situación, cerca de 100.000 migrantes intentaron emprender su viaje de regreso a Venezuela, en muchos casos a pie, estrellándose con un nuevo muro, el de su propio país. El régimen bolivariano ha impedido el reingreso de sus propios nacionales, acusándolos además de ser armas biológicas.
Esta situación ha incentivado el uso de pasos fronterizos irregulares, solo en el departamento de Norte de Santander en Colombia se han identificado más de 80 de estos pasos conocidos como “trochas”, los cuales se encuentran controlados por grupos ilegales que controlan el paso y hacen parte de redes de trata y explotación.
Por lo tanto, si bien a nivel regional aún hace falta mucho esfuerzo para combatir la pandemia y sus consecuencias, es necesario que no se abandone la gestión migratoria coordinada. Los países fronterizos como Colombia y Brasil no tienen la capacidad institucional para soportar en soledad la atención de los migrantes, flujo que con toda seguridad aumentará este año y que dadas sus nuevas características representa nuevos desafíos en la atención diferenciada.
Nastassja Rojas Silva es Cientista política. Profesora de la Pontificia Universidad Javeriana (Colombia). Magister en Rel. Internacionales. Candidata a Doctora en Derecho por la Univ. Nacional de Colombia. Especializada en movimientos migratorios, estudios de género y política venezolana.
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