OPINIÓN

Caminando juntos

por Ofelia Avella Ofelia Avella

Estamos muy acostumbrados a pensar en el sentido de la propia vida. Algo natural y necesario, pues el ser humano necesita descubrir sus talentos para discernir cómo desarrollarlos y orientarse cara al futuro. La felicidad personal está ligada al encuentro de este sentido que, según Frankl, no se inventa sino que se descubre, en medio de las circunstancias y llamadas que despiertan en nosotros una disposición a responder de un modo concreto. Todo lo que acontece y teje el entramado de nuestras condiciones de vida, supuestas también nuestras luchas y decisiones libres, puede tornarse en un ambiente que interpela a descubrir cómo y a qué entregarse. La propia vida es, sin duda alguna, de uno.

Esta real individualidad de cada uno, libre y responsable de una vida que, por poseerla y asumirla, nos dispone a hacernos cargo de nosotros mismos, no excluye la socialidad. Antes bien, no podemos pretender auto-conocernos bien sin entrar en relación con los demás: somos seres sociales por naturaleza y no porque nos necesitemos en un sentido puramente utilitario, sino porque nadie puede amar en soledad. La vida evidencia que nuestra felicidad depende de la calidad de nuestros lazos interpersonales: no de la personal autosuficiencia. Nadie puede ser feliz sin amor y sin trascenderse a sí mismo dirigiéndose hacia un fin que eleve sus aspiraciones. Y en esta lucha están implicados los demás, pues para amar preciso del otro a quien me dono y a quien ofrezco lo mejor de mí. El aislamiento deriva no solo en un extrañamiento del otro, sino que torna a quien se repliega sobre sí mismo en un ser ajeno a su propia intimidad. Hablo de aislamiento; no de esa necesaria soledad que se precisa para reflexionar, interiorizar, y discernir en la intimidad qué es aquello mejor que puedo hacer.

Así como cada hombre debe descubrir su particular vocación como un llamado a sus facultades, a su yo más íntimo, a orientar su vida de una u otra manera, de igual modo hay que considerar que la historia tiene un sentido que nos implica a todos, pues no caminamos solos en este mundo.

Por eso la historia, entendida como el pasado de un pueblo cuyas conjuntas acciones nos han traído hasta el día de hoy, “no es un asunto privado o particular, sino asunto público y común, porque es tejido de lo individual y lo social” (Cruz Cruz). Para bien o para mal, como refiere Castro Leiva en su discurso ante el Congreso del año 1998, con ocasión del 23 de enero de 1958, la historia de nuestros muertos es siempre digna de ser recordada para no olvidar que esta trama humana en la que estamos todos implicados es una “vida en común” que debe orientarse hacia una vida feliz. Caminamos juntos en este tiempo que compartimos; trabajamos y pensamos juntos; nos afectamos unos a otros para bien y para mal. Todos aspiramos ciertas condiciones de vida que nos permitan diseñar un proyecto que nos ilusione y confirme en nuestra existencia. No nacimos solo para comer, dormir y satisfacer nuestras más básicas necesidades. Todo hombre, por más intrascendentes que parezcan sus intereses, aspira a una vida que le dignifique; que le ayude a advertir que su vida es valiosa por ser él quien es: por advertirse mirado e interpretado (comprendido) como un ser humano capaz de aportar algo a la sociedad. Muchos pueden no ser conscientes de esta íntima exigencia de su ser. Muchos no lo captan de este modo porque están tal vez inmersos en una carrera de supervivencia que les golpea rudamente en la autoestima. Algunos no han experimentado el amor. Así, pues, porque no vivimos solos y porque el país es de todos, urge comprender que necesitamos de un proyecto común que despierte en muchas almas dormidas ese deseo natural a bienes más altos.

La historia del país es común a todos, para bien o para mal, con los aciertos y errores de nuestros antepasados. Es también ese legado de posibilidades que nos permiten llegar a ser algo concreto si tomamos conciencia de la necesidad de elaborar proyectos que se orienten al bien común, pues si algo dejan en evidencia los procesos destructivos como los que vivimos es, precisamente, el alcance que tienen las acciones humanas individuales. En una trama común estamos todos implicados.

Tenemos la oportunidad de que en el país germine una sociedad más humana, más sensible al dolor del otro, más despierta a comprender que se es más feliz si uno se esmera en poner el corazón en bienes más altos: que doten de un sentido profundo la propia vida poniendo al servicio de la sociedad nuestros talentos.

Vivimos entre las cosas; entre las personas, como decía Zubiri. La vida humana es coexistencia. Una que no debe entenderse en términos superficiales, pues si somos sinceros y lo reconocemos, nuestras vidas quedarían cojas en nuestra pretensión de auto-realización si no descubrimos que lo que salva es el amor. Y Venezuela, en estos tiempos, precisa de una fuerza interior que brote de este reconocimiento íntimo de que si sufrimos en común, solo saldremos adelante en común. Y no como programa necesario en sentido pragmático, sino como un ideal realizable que debe apelar en nosotros lo mejor que cada uno tiene y puede ofrecer a la sociedad en que vivimos.

El filósofo Hans-Georg Gadamer dijo en alguna entrevista que la vida le había enseñado que el hombre debe estar siempre abierto a la esperanza. Dijo también, sin embargo, que el mundo necesitaba de una especie de cataclismo para que todos volviéramos a mirarnos a los ojos. Nosotros hemos ya vivenciado una especie de terremoto (físico, institucional, y psicológico) y estamos por lo mismo en condiciones de experimentar que las crisis se superan con una regeneración espiritual y un florecimiento de la capacidad de amar de cada uno.