OPINIÓN

Cambio de política agraria

por Vicente Carrillo-Batalla Vicente Carrillo-Batalla

tecnología agroindustrial

El comercio internacional de fibras y de alimentos en general, tanto como sus procedimientos y métodos de producción, han evolucionado extraordinariamente en las últimas décadas. De la agroindustria proviene una enorme variedad de productos que satisfacen, en mayor o menor medida, las crecientes necesidades humanas. Las nuevas tecnologías facilitan no solo la maquinaria y equipos adecuados a tan hacendosos requerimientos, sino también la predicción meteorológica y además provee herramientas como la nivelación láser que acondiciona los campos de labranza antes de proceder a la siembra de los diferentes cultivos. La fertilización por goteo permite aplicar eficientemente los abonos disueltos en el agua, a través del sistema de riego. A esto se añade el monitoreo de plantaciones por satélite, o el sistema que posibilita el seguimiento en tiempo real del crecimiento de cultivos diversos, a través del análisis de imágenes que determinan su evolución en términos deseables –en caso contrario, puede el agricultor aplicar oportunamente los necesarios correctivos, asegurando de tal manera el logro de sus propósitos fundamentales–.

Venezuela se ubica en la región tropical del continente americano –el nombrado Neotrópico–, la ecozona terrestre que incluye la casi totalidad de la América del Sur, las Antillas, Mesoamérica y extensiones determinadas de Norteamérica –el norte de México y el sur de Estados Unidos–, reuniendo la selva húmeda tropical y subtropical más biodiversa del planeta. Ello permite a los agricultores y criadores venezolanos, implementar modelos sostenibles prácticamente durante todos los meses del año, una ventaja considerable en nuestro mundo actual, cada vez más comprometido en la producción de alimentos. Sin embargo, el avance de la frontera agrícola venezolana ha seguido patrones de tala y quema de valiosísimas áreas forestales, implementándose sistemas de producción y manejo a veces inadecuados, lo que restringe la capacidad productiva de suelos con gran potencial.

El país es un mosaico, como bien apunta Carlos Machado Allison. “…Presentes están, lado a lado, explotaciones modernas y agroindustrias de avanzada, con campesinos pobres y una densa población urbana que no tiene acceso a una alimentación sana y suficiente; productores responsables frente al ambiente [también los hay irreflexivos y tremendamente perjudiciales]; gobiernos que han suscrito todos los convenios internacionales para preservar los recursos naturales y, al mismo tiempo, graves cicatrices en la geografía [las más recientes se resumen en el llamado arco minero y sus devastadoras consecuencias para tan frágiles ecosistemas], actos irresponsables, fuego y erosión de los mejores suelos…”. El producto interno agropecuario y el ingreso que constituye la remuneración al trabajo en el campo venezolano, no han evolucionado razonablemente en las últimas décadas. En ello han tenido mucho que ver las instituciones públicas que conforman el instrumental de una política agropecuaria que no ha contribuido al desarrollo del sector, convirtiéndose no solo en factor limitante, sino además destructivo de potencialidades específicas –las expropiaciones y tomas violentas e ilegales de predios productivos realizadas en las últimas dos décadas al amparo del régimen político imperante, atestiguan este doloroso aserto–.

El gobierno en funciones se ufana de resultados inverosímiles en su política agropecuaria. Desde hace décadas, aunque con mucho mayor acento en lo que va de siglo, el sector agropecuario ha crecido a un ritmo lento y errático, acusando niveles de productividad marcadamente reducidos. El desmontaje de unidades de producción agropecuaria como consecuencia de las referidas tomas violentas e ilegales auspiciadas por el régimen –en ello han jugado un papel no solo las instancias gubernamentales, sino además las unidades encargadas de preservar el orden público y el poder judicial, como demuestran los hechos debidamente documentados–, ha reducido notablemente los alcances y fortalezas de una de las áreas más golpeadas de actividad económica en el país. Se ha planteado pues una situación inconveniente que condena irremisiblemente un denso sector de la población rural venezolana a un nivel de vida paupérrimo. ¿Cómo puede hablarse de progreso bajo el estado actual de los servicios públicos indispensables que no son confiables, las pésimas condiciones de carreteras y vías de comunicación a lo largo y ancho del país, y la falta de suministros tan esenciales como el combustible requerido para movilizar maquinarias y equipos? Si los niveles de eficiencia de la actividad agropecuaria en las últimas cuatro décadas del pasado siglo fueron bajos, en tiempos actuales y como consecuencia inevitable de tan desatinadas políticas públicas, son aún más exiguos. El análisis no resiste la aplicación del método evaluativo que compara el rendimiento de cultivos comerciales venezolanos, con el óptimo mundial alcanzado en esas mismas labores productivas.

La escasez de combustibles y las deficiencias palmarias en los sistemas de refrigeración por falta de inversión y de mantenimiento –provocadas igualmente por las fallas recurrentes del servicio eléctrico– se conjugan con la falta de financiamiento y los excesivos controles y alcabalas que inciden negativamente sobre el proceso productivo. La comercialización de alimentos y de insumos –el mercadeo de productos semielaborados y terminados– sufre igualmente los embates de políticas públicas contradictorias, de una acción gubernamental que no se comprende –por un lado, se promueve la actividad en el campo y por el otro, se asfixian los procesos productivos–. Lo irónico del caso es que el cotilleo gubernamental insiste en favorecer la seguridad alimentaria y la producción agrícola interna.

Cabe reconocer la función heroica desempeñada por algunos productores que contra todo pronóstico y en medio de tantas amenazas y dificultades siguen la marcha –relativamente exitosa– de sus negocios en el campo venezolano –para muchos el haber sobrevivido a los tiempos ya es mérito indiscutible–. Existen igualmente los partidarios del actual estado de cosas, quienes obtienen prebendas las más de las veces sustentadas en acuerdos inconfesables con el sector oficial. Y por añadidura, no cesan las distorsiones que comprometen la eficiencia de los mercados de productos agropecuarios –las nombradas roscas de especulación y acaparamiento, que fijan precios manipulados en perjuicio de productores y consumidores–.

Se trata pues de un tema prioritario que no se resuelve con campañas discursivas de los altos funcionarios en connivencia con ciertos dirigentes gremiales –muchos de los datos aportados no son verificables en un país donde la información estadística no es enteramente confiable–. Venezuela tiene que tomar de una vez por todas la senda del desarrollo rural y agroalimentario inteligente, realista y ante todo sostenible, lo que solo podrá lograrse bajo un cambio radical en los esquemas mentales y programáticos anquilosados en la vieja política.