El médico se acercó hasta los padres del muchacho para indicarles que padecía tuberculosis. La sobrecogedora palidez del paciente sorprendió a todos en el puesto de socorro. Una nueva contrariedad se le presentaba al niño Salvador Garmendia, antes había tenido que abandonar la escuela de las hermanas García Sorondo, por severos problemas económicos. El brillante estudiante recibía dos inclementes palmetazos en su corta vida. Dejar de estudiar siendo el mejor de la clase, fue un cimbronazo que caló hondo, la aparición de una patología complicada para la época como la tuberculosis, lo desarmó para caer en el escepticismo. Las últimas recomendaciones del galeno fueron contundentes: la única probabilidad de vivir estaba en guardar un severo reposo de tres años. Nada de visitar el río para disfrutar de sus cenizas aguas, llenándose de arena hasta el torso. También estaba prohibido atravesar la montaña que circundaba a Barquisimeto, para cazar venados en las solariegas actividades de fin de semana. Menos corretear a las burras que estaban a lo largo de todo el bosque. Los juegos infantiles por las polvorientas calles de la ciudad ya no tendrían cabida. Sus aventuras estaban atadas por una férrea cuerda con el nombre de pulmones deteriorados. Su respiración era entrecortada, con severas crisis de ahogamiento y fiebre; en las noches se presentaban periodos con esputos sanguinolentos. Un chiquillo cadavérico con rostro desencajado se arrastraba en el zaguán familiar. Era casi la viva expresión de una muerte temprana. Su existencia se transformó en un espinoso trajinar por el desaliento. Sus abuelos buscaban en Dios el milagro que devolviera la sonrisa a su nieto. Se hacían oraciones permanentes hasta la imagen de la Divina Pastora en la cercana población de Santa Rosa. En la casa lo confinaron al último cuarto. Fue aislado para evitar mayores complicaciones con su precaria salud. Una habitación pequeña con paredes de adobe y piso de ladrillos sería casi una lápida hecha de tuberculosis. Sus amigos no podían visitarlo, la vida palaciega barquisimetana se detenía para el impúber Salvador Garmendia. Su mundo se exteriorizaba en reducidos metros en donde destacaba una biblioteca. Sus debilidades se fueron refugiando en los libros como vitales compañeros de ruta, fue devorándose aquellos textos con la fuerza de un lector que se alimentó con la avidez de un tsunami enciclopédico. Tosía muchísimo mientras las letras le devolvían nuevos elementos para no sucumbir, tras la emboscada de una enfermedad durísima. Sus padres le buscaban libros entre amigos intelectuales, mucho de ellos creían que la muerte del muchacho estaba próxima. Entre el silencio de un confinamiento largo iba renaciendo alguien que conseguía aliento entre autores variados que lo enseñaban a no desistir. Las obras de Fiódor Mijáilovich Dostoievski fueron colmando su atención. La manera del genial escritor ruso de plasmar el dolor a través de obras de profunda consistencia psicológica hizo metástasis en Salvador. Los clásicos franceses lo llenaron de nuevas emociones que moldearían su empeño de reducir el padecimiento. Nuevas ilusiones prendían en el interés del joven por aprender, el obstinado reposo no solo lograba fortalecer los pulmones, sino que le abría las puertas al conocimiento. Como el Conde de Montecristo regresaba de la muerte para aferrarse a la vida, él lo lograba venciendo de manera paulatina al desventurado episodio con su salud. Tres años después, un joven cruzaba el umbral para encontrarse con el telúrico destino que lo aguardaba…
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