Nada nos ha ocupado más a los seres humanos que el pensamiento. Esa unidad abstracta, en cuanto a la imposibilidad de palparse, ha sido génesis y sepultura de culturas enteras. Imperios y comunidades paupérrimas han brotado a la sombra del bosque etéreo que de allí ha surgido. Él ha hecho la gloria y la ruina de civilizaciones y héroes, de villanos y déspotas, de genios y fantasmas. Este unigénito del pensar ha sido un procreador de fertilidad inverosímil, ha sido prolífico hasta el delirio, como nadie. Sin embargo, entre sus virtudes no ha estado precisamente la equidad, más bien se ha terminado convirtiendo en un agente de dominación, para emplear algunas palabras de las que usó el muy barbudo Marx; o se justificó en cuanto ejercicio de poder a través de las prácticas religiosas, para usar lo manejado por otros sesudos pensantes.
Diciéndolo en buen criollo, todo esto ha desencadenado un atajaperros, para no emplear aquello de un agarra asentaderas, en el cual la fuerza, bruta o madurada, siempre se ha impuesto. Son escasas, casi que aseguro ninguna, las ocasiones en que las ideas han servido para producir una transformación de un escenario humano. Son los conceptos de Aristóteles, maestro de Alejandro Magno, donde la lógica de la expansión lleva al macedonio a controlar el mundo conocido de aquellos días. Se trata también de la guía del impulso de Colón por extender las fronteras del naciente reino español, así como la codicia de reyes y banqueros, al lado de judíos perseguidos, galeotes en busca de la regeneración y tunantes de toda ralea que perseguían la riqueza, las que hicieron América.
Los ejemplos jalonan la historia humana, podrían llenarse varias ediciones del periódico, unas cuantas, y no se alcanzaría a mencionarlas todas. La contradicción y el control son congénitos en el acto pensante. Las ideas están supuestas a evitar nos despedacemos mutuamente, sin embargo lo hacemos en función de imponer nuestra manera de elaborar nuestros conceptos vitales. La igualdad, la justicia, la moral, la integridad se miden según la capacidad de imponerse del que la pregona. La igualdad chavista es destruir modelos productivos, como fue el caso de pequeñas, medianas y grandes empresas, para “construir el hombre nuevo”; ha sido un lamentable concepto que ha amparado la destrucción de nuestro país. La justicia revolucionaria ha sido la que sin juicio, ni probatoria de tipo alguno, mantienen encarcelados a Otoniel Guevara –el nuestro, no el poeta salvadoreño–, Rolando Guevara, Juan Bautista Guevara, Luis Enrique Molina, Arubel Pérez, Erasmo Bolívar y Héctor Rovain, entre muchísimos otros más. La moral madurista es la que hace a “intelectuales y creadores” hacerse de la vista gorda ante las sucesivas violaciones de los derechos más elementales de todo un país. La integridad roja rojita se mide en función de la capacidad de asumir como santa palabra cuanta imbecilidad atinen a pronunciar los funcionarios de turno que se mantienen plegados a la sombra del cogollito en ejercicio.
Repito: todo se resume a la imposición de un modelo que se aplica a sangre y fuego. Las ideas son las grandes excusas para justificar delitos de todo orden y concierto. El amor a las preguntas, a la curiosidad, a la sorpresa, al escarbar lo que somos, ha degenerado en una lucha feroz por el control sobre los otros. Bien lo ha dicho Humberto Maturana: “La mariposa no necesita ninguna teoría para vivir, la bacteria no necesita ninguna teoría para vivir, el elefante no necesita teoría para vivir y nosotros hacemos teorías que terminan por marcar nuestra vida y vamos a actuar en consecuencia.” Son las benditas teorías que nos balcanizan en este momento, las que nos impiden formar un frente común para salir de la peste roja. Las ideas son las que se revuelven autofágicas y nos laceran sin vacilaciones. Es la idea de la corrección, que una minoría altisonante ha impuesto con la fuerza de sus gritos destemplados en los escenarios de este siglo, la que ahora hace que todo luzca tan oscuro como el Medioevo. Hegel escribió en Fundamentos de la filosofía del Derecho, comenzando el siglo XIX: “Cuando la filosofía pinta gris en el gris ya una figura de la vida ha envejecido y con el gris en el gris no se deja rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva inicia su vuelo a la caída del crepúsculo”. Tal vez llegó el final y no lo hemos sabido entender.
© Alfredo Cedeño
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