Los imagino saliendo de la Casa Amarilla revividos, como si hubiesen recuperado el glorioso espacio que daban por perdido: un espacio político en el que pudieran moverse nuevamente, desplazarse, armar tarimas para dar rienda suelta a la retórica de otros tiempos, volver a comunicarse con unas gentes que creían haber perdido o que los habían olvidado, pero que estaban allí esperando a que saliesen para aplaudirlos y congraciarse. ¡Pero no fue así! En el espacio que daban por reconquistado se encontraba, en efecto, una gente que en lugar de vitorearlos por ser emprendedores, por buscar una salida honorable al desastre, los llamaban traidores y algunos (¡Jesús Peñalver fue el primero en considerarlos trastos viejos y desechables!) vociferaban la palabra cachivaches, un término que jamás había servido para calificar o distinguir a ningún político venezolano. ¡Que se recuerde!, el doctor Caldera, irónico, tuvo la ocurrencia de que se le pudiera comparar con un admirable aunque inútil jarrón chino, pero nunca se dijo de él que fuese un cachivache. Y en mi imaginación los que salían de la Casa Amarilla resbalaron cuando intentaron subir a la acera de enfrente. Comenzaron a andar en ella, pero lo hicieron en sentido contrario al que tomamos los que no tenemos ningún deseo de conocer, dialogar, pactar, negociar con una tiranía maloliente o recuperar un espacio para alimentar algún beneficio personal. En lugar de tomar el rumbo norte, lo hicieron hacia abajo, hacia la zona oscura y repelente.
En otro tiempo, cuando aún no eran cachivaches, merecieron mi atención y estima. Anotaron sus nombres con buena tinta en las páginas democráticas. Hicieron el esfuerzo de dar lo mejor de sí mismos. Mostraron credenciales de equilibrio político, mesura, sagacidad y cierta avidez de poder o de nombradía. Pero la caída de la cuarta república, la insólita, desmesurada y vulgar apetencia de los cogollos adecos y copeyanos y la edulcorada presencia de la Hada Buena de Chacao determinaron que el destino de los que resbalaron al pisar la acera equivocada fuese que perdieran la credibilidad que los mantenía activos.
Porque ¿qué respuestas podían esperar de la patanería del régimen? ¿Qué podían ofrecer los cachivaches? ¿Qué pedían? ¿Dinero? ¿Miraflores? ¿Un ministerio? ¿Que se escuchen las airadas voces internacionales? ¿Una nueva conducta política o económica? ¿Que la Tumba deje de acelerar el corazón de sus víctimas? Se habla de estafa. Pero ¿quién tiene poder para estafar al poder? ¡Negociar! Volvemos a lo mismo: ¿Quién compra? ¿Quién vende? ¿Qué se negocia?
Estoy por creer que actuaron solo por hacer algo, para que algo sucediese y removiese las estancadas aguas del profundo pozo de la desaplicada oposición política. Nadie sabe, a ciencia cierta, qué es lo que hay que hacer para salir de los manglares de la ciénega. Hay quienes insisten en considerar como políticos a unos mandatarios que en verdad no son tales, sino delincuentes hundidos en el oscuro légamo del narcotráfico. Otros sostienen que la única presencia organizada que podría sacarlos del poder es la DEA, es decir, la Administración para el Control de Drogas (en inglés: Drug Enforcement Administration). ¿Escandalizaría invadir un país atormentado por narcóticas ferocidades?
No puedo creer que los llamados cachivaches sean ectoplasmas al estilo de ZP, Rodríguez Zapatero, quinto presidente del gobierno español desde la transición democrática y cachivache político bien pagado al servicio de la tiranía militar venezolana. La “izquierda” dolarizada y vestida de “derecha” con trajes de Armani y corbatas de seda italiana.
¡Tampoco son mercachifles de estupefacientes nuestros cachivaches de la Casa Amarilla! Son personajes políticos que aspiran a recuperar un tiempo que alguna vez les perteneció, pero que ya se disolvió; desean a toda costa que vuelva y piden que los tomemos en cuenta. Pero en la política cuando el tiempo regresa lo hace de mala cara, se encrespa y convierte a los políticos que tanto lo anhelan en futuros caudillos odiosos y repelentes.
Al referirse a la iniciativa de los cachivaches reunidos en la Casa Amarilla con personeros de la dictadura militar, Gustavo Coronel comenta descorazonado que no es posible que “en Venezuela esta gente que se autodefine como líderes políticos puedan haber llegado a coexistir pacíficamente con quienes exhiben poca o ninguna textura moral, a nadar en el mismo pantano, pretendiendo que defienden la democracia, la honestidad, la libertad, el decoro”.
¡Cada día que pasa creo menos en la democracia! Sostengo que es una farsa. Aprecio mas a Flaubert, que era escritor y no político: “El mayor sueño de la democracia consiste en elevar al proletariado hasta el nivel de estupidez de la burguesía”. Creía el autor de Madame Bovary que la democracia no era más que una fase de la historia de las formas de gobierno. Él prefería, como yo ahora, no el despótico poder del pensamiento único, sino la presencia de una oligarquía ilustrada.
Pero habrá que esperar un tiempo que calculo largo y perezoso para que esa oligarquía se establezca en un país tan atrasado como el mío, que es también el país de los cachivaches políticos que resbalan en las aceras.