El presidente salvadoreño Nayib Bukele ha puesto una piedra más en su camino hacia una presidencia vitalicia y casi imperial, prácticamente omnímoda. Previamente había conquistado una abrumadora mayoría del parlamento, subordinado al poder judicial y amordazado a buena parte de la prensa, aunque manteniendo elevados índices de popularidad, casi el 85%, el mayor de América Latina.
En esta ocasión Bukele, con el respaldo de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (SCn/CSJ), anunció que, pese a las contundentes prohibiciones de la Constitución a ejercer dos mandatos presidenciales seguidos, se presentaría a la reelección en 2024. Así, América Central se erige en tierra pródiga a la hora de buscar excusas para burlar los preceptos legales que prohíben la reelección.
Si en Costa Rica y Nicaragua los magistrados justificaron su decisión en que la prohibición violaba los derechos humanos del mandatario en el cargo, en El Salvador la creatividad jurídica fue mayor. Allí donde está la voluntad popular por medio las leyes carecen de sentido y más cuando estas fueron escritas hace 20, 30 o 40 años. De este modo, no solo estaríamos frente a una situación arcaica, sino también ante “una restricción excesiva disfrazada de legalidad” (la SCn/CSJ dixit).
Como no podía ser de otra manera, el pleno ejercicio de la soberanía popular fue posible gracias a la labor de un gobierno y, muy especialmente, de un gobernante que sabe interpretar a la perfección lo que el pueblo quiere, pese a las intensas presiones de los países más desarrollados (léase Estados Unidos y la UE). Gracias a un presidente tan sabio, docto y “cool” (Bukele dixit), y después de largos años de subordinación a los dictados internacionales, por fin El Salvador es totalmente independiente y puede decidir de forma autónoma el rumbo a seguir. Como dijo Bukele: “No obedecimos los dictados internacionales. Ya nos dieron 200 años de recetas y todas fracasaron y ahora por primera vez aplicamos la receta nuestra y ha funcionado”
Pese a que la Constitución salvadoreña prohíbe en cuatro artículos la reelección consecutiva, la actual Sala de lo Constitucional no tuvo ningún reparo en someterse al deseo del mandatario. Esto no fue producto de la casualidad sino de un proceso de desmantelamiento institucional bien planificado. Así, gracias a la súper mayoría que tiene el oficialismo en el Congreso, se pudo cambiar al Fiscal general y a la Sala de lo Constitucional por nuevos funcionarios subordinados al presidente.
Según algunas interpretaciones, como las del constitucionalista Enrique Anaya, el objetivo de Bukele, y su extensa familia, que controla importantes parcelas del Estado, no es gobernar cinco años más sino permanecer en el poder de forma indefinida, como un verdadero monarca. Para ello intentará desmontar los obstáculos que dificultan su marcha imperial. Si para presentarse a la reelección debería renunciar cinco meses antes de los comicios, no sería descartable la reforma de la ley electoral, o incluso de la Constitución. Posteriormente, buscaría ampliar a seis años la duración del mandato y, en la estela de Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa, buscar, con la complicidad de las instituciones y el respaldo popular, la reelección indefinida.
Si esto es así, ¿por qué buena parte del pueblo salvadoreño lo eligió presidente?, ¿por qué lo sigue respaldando? y ¿por qué soporta su creciente deriva autoritaria? Las respuestas hay que buscarlas en la inoperancia y la corrupción de los partidos más establecidos, Arena (derecha) y el FFMLN (izquierda). Pero también en la violencia cotidiana. El Salvador se convirtió, gracias a las maras, en uno de los países más violentos de América Latina y del mundo. Tras seis meses de vigencia del período de excepción, que entre otras cuestiones implica la suspensión del derecho al debido proceso y otras garantías constitucionales, la Policía y el Ejército han encarcelado a más de 50.000 personas, sin orden de captura ni delito flagrante, solo por resultar sospechosos.
Ante la magnitud del desafío, la profundidad de las demandas insatisfechas y la búsqueda de mayor seguridad mucha gente no dudó, aunque el precio a pagar fuera sumamente elevado, en respaldar a Bukele. El Salvador no se aparta demasiado del patrón autoritario de otros países centroamericanos, comenzando por Nicaragua y que intenta repetirse en Guatemala. Da igual si los gobernantes se reconocen de izquierdas o de derechas, el caudillismo y la incorporación de la familia al reparto del botín estatal son parte de un populismo que cada vez más prescinde de los corsés políticos o ideológicos y que siempre trata de explicar sus esfuerzos permanentes para aferrarse en el poder en la voluntad soberana del pueblo sacrosanto.
Artículo publicado en El Periódico de España