Desde Piranha II en 1981, la carrera de James Cameron estuvo signada por dos constantes. La primera fue la desmesura en sus propuestas narrativas. Las pirañas de la secuela no solo atacaban sino que además volaban. Dos años más tarde, un Terminator disfrazado de Arnold Shwarzenegger viajaba desde el futuro para eliminar al futuro líder de la resistencia de los humanos contra las maquinas. En 1986, los marines desembarcaban en un planeta, madriguera de los Aliens, para exterminar las criaturas de la primera entrega. Otros dos Terminators, uno bueno y otro malo desembarcaban en 1991 para luchar por quien tenía los mejores efectos especiales. En 1989, una de sus películas menos nombradas presentaba la segunda de sus obsesiones. El abismo hablaba por primera vez del agua y del mar, un tema que se repetiría en la nombradísima Titanic en 1997 y en títulos subsiguientes, cada vez más desmelenados, audaces visual y financieramente, hasta llegar en 2009 a Avatar que postulaba un mundo llamado Pandora, habitado por ingenuos nativos (los Na’vi) a quienes una corporación malvada, aupada por más perversos marines intentaba sacar de su hábitat para quedarse con sus tierras y riquezas.
Avatar, el camino del agua, la primera de unas cuatro o cinco secuelas narra el regreso de los marines, esta vez determinados a terminar con los Na’vi que se repliegan hacia un punto remoto y acuático de Pandora. Estrictamente, la ciencia ficción en el cine, con pocas honrosas excepciones (citemos la inmensa 2001 de Stanley Kubrick, o el no menos extraordinario Solaris de Andreii Tarkovski) es un tema a la búsqueda de un género. Avatar toma las premisas del western, un grupo de invasores en territorio desconocido, enfrentados a lugareños hostiles. Ocurre que han pasado muchas décadas y, a la luz de la historia, los invasores no pueden ser los buenos muchachitos blancos y los roles de bueno y villano tienen necesariamente que invertirse, un poco como los Terminators trocaban roles hace treinta años. Los científicos, marines, mercenarios y cazadores son depredadores irredimibles que la emprenden, por el vil metal, en contra de los buenos salvajes azules e ingenuos que solo piensan en vivir pacíficamente en Pandora. No es una premisa falsa ni censurable y sobre ella se monta una aventura que roba ingredientes a buena parte del cine americano del pasado. El monstruo marino que lleva en sí el elíxir de la juventud se parece mucho a Moby Dick, la ballena metafísica de Herman Melville, así como la sustancia alude al petróleo o a la ahora rejuvenecida Dune. Las criaturas de Pandora, visualmente deslumbrantes ingeniosas, tienen un dejo de Jurassic Park, aunque en este caso son mansas y esencialmente amigables. El todo es un mosaico visualmente muy agradable contra el que conspira un mal muy humano, el tiempo. La película dura tres horas diez minutos, y la parte inicial, bucólica, de toques adolescentes y muy poca sustancia en lo esencial sobra. La riqueza, en todo el sentido de la palabra, está en los efectos especiales y el permanente movimiento que Cameron sabe imprimirle a sus criaturas, y a las escenas de acción en las cuales es fácil adivinar por qué la película costó 300 millones de dólares. Es un filme que se ve con agrado, sin duda, aunque la sustancia falle y uno se pregunte qué van a hablar en las próximas entregas de la serie. En todo caso, Cameron tiene una deuda impagable con Rousseau, el del ideal del buen salvaje, y con John Ford, aquel legendario director de westerns.
Avatar, el camino del agua (Avatar, the way of the water). EE UU 2022. Director: James Cameron. Con Zoe Saldaña, Sam Worthington, Sigourney Weaver.
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