El 23 de junio de 2016 se llevó a cabo en el Reino Unido un referéndum en el que se le preguntó a la población si era partidaria de abandonar la Unión Europea o permanecer en ella. El resultado fue un triunfo bastante ajustado (52% contra 48%) para la opción del retiro. Tal decisión se conoce con el nombre de brexit, que resulta de la combinación de las abreviaturas britain/exit. No se imaginaban entonces los británicos en qué complicado problema se estaban metiendo, pues en el mundo de hoy –y especialmente en el marco de la Unión Europea– el tema no es solo retomar el aislacionismo que ha sido característico de los ingleses, sino que ello afecta los múltiples y complejos compromisos que se habían convenido durante los 36 años de pertenencia al grupo y que en líneas generales se resumen en las llamadas “libertades básicas”, a saber: libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas en toda la Unión.
A lo largo de las complicadas negociaciones que hubo que atender para llevar a cabo el mandato popular, los británicos llegaron a tomar conciencia de una realidad que hasta entonces preferían ignorar: que no son ya el ombligo del mundo y que la interconexión de sus intereses con los de los demás miembros los han llevado a una situación de interdependencia de tal magnitud que el retiro implicará altos costos que –una vez comprendidos– hicieron que muchos de los partidarios de la salida lo pensaran un poco mejor. A estas alturas las encuestas mostraban que la preferencia popular estaba cambiando y tal vez sería mejor permanecer unidos al resto de Europa.
Ante un momento de duda, la dirigencia política inglesa decidió que el mandato debía ser cumplido y el retiro concretado. Ese no fue el fin sino el principio del angustioso período que siguió y sigue en curso a la espera de un desenlace que –luego de varias prórrogas– debe ocurrir el 31 de este mismo mes de octubre.
Las alternativas son retirarse de una manera negociada o salir en forma abrupta y sin más, lo cual es muy malo pero no ilegal. La anterior primera ministra Teresa May no pudo conseguir condiciones de retirada negociada tanto porque los demás socios (con sede en Bruselas) no lo aceptaban como porque dentro del mismo del Parlamento británico (Westminster) tampoco se conseguía ni consiguió nunca consenso interno ni siquiera dentro del propio partido político gobernante (Conservador) fracturado por las diferencias entre sus miembros. (Algún parecido…..?)
Ante esa situación la señora May renunció siendo sustituida por Boris Johnson, un pintoresco ex alcalde de Londres (con simpatía chavistoide en algún momento) que aboga por la salida incondicional y sin más, de allí el título de este artículo.
No se trata aquí de comentar ni evaluar los pros y contras de las alternativas que enfrenta el Reino Unido y que debe resolver antes de que finalice este mes, sino que este columnista desea llamar la atención acerca de las dificultades de altísima monta que aquella sólida democracia afronta en un ambiente de máxima tensión y que sin embargo se viene tramitando dentro de un clima de confrontación civilizada, con diálogo y con respeto al marco institucional que debió ser restablecido por un fallo judicial cuando el premier Johnson intentó aplicar en forma ventajista alguna disposición que creyó le permitiría mandar al Parlamento de vacaciones para poder maniobrar su “Brexit a la venezolana” con menor interferencia.
Cierto es que los venezolanos no somos ingleses (ni suizos como decía Manuelito Peñalver pretendiendo justificar nuestra indisciplina), pero no puede ni debe dejarse de lado el intento y el esfuerzo necesario para resolver nuestras diferencias en términos de debate cívico y no de la guerra a muerte que plantea la usurpación, ni de la intolerancia que despliegan algunos sectores de oposición. Eso están tratando los británicos.
Sabemos que en Venezuela quienes aún controlan la estructura administrativa del Estado representan el mal. Pero allí están y no tenemos la fuerza para desplazarlos. Mientras tal fuerza se consiga no parece haber otra alternativa que no sea ponerse un trapo en la nariz y empujar todos para el mismo lado. No parece ser lo que estamos viendo en estos días. Si hasta las dictaduras más brutales y sanguinarias han conseguido alguna forma de transición (Sudán, Egipto, Zimbabue, etc.), ¿por qué no nosotros?