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Breves notas sobre la ciudadanía enferma

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Contaminación, tuberculosis

“Cuando se ahonda la crisis interna del sistema totalitario hasta el punto que es evidente para todos, y cuando un número cada vez mayor de personas logra emplear su propio lenguaje y rechazar el lenguaje charlatán y mentiroso del poder, la libertad se encuentra sorprendentemente cerca, incluso a corto alcance”. Vaclav Havel citado por Carlos Ñáñez, en su artículo de opinión de El Nacional, el 22 de octubre.

Los pueblos son tan responsables como sus dirigentes o incluso más. Un artículo de Moisés Naím aparecido en la página de opinión del pasado lunes y titulado “¿Quiénes hacen más daño, los malos líderes o los malos seguidores?” aborda el tema y muestra no solo la complejidad del asunto sino la corresponsabilidad ciudadana en las derivaciones a las que se van llegando, que a menudo son lamentables.

La ciudadanía es un asunto de Occidente. En el mundo islámico recibe una suerte de “capitis deminutio” como resultado de la incidencia religiosa que irradia y sesga la dinámica social y política. En Asia tenemos algunos escenarios muy influidos por las resultas de la guerras pasadas que dejaron a la democracia e incluso al cristianismo como una impronta resultante. pero las tendencias autocráticas autóctonas, aunadas con las religiosas, traducidas en una pertenencia a una identidad cultural y antropológica, son visibles y dominantes. China y la India son ejemplos de lo que afirmo.

Debo, sin embargo, precisar lo que entiendo por ciudadanía y de esa manera ubicar el contexto en el que apuntaré de acuerdo con el título de este artículo. Ciudadanía es una cualidad o una condición que deriva de la nacionalidad y concede derechos políticos al sujeto, acordándole entonces la membresía al cuerpo deliberante y decisor constitutivo del órgano societario soberano. Ciudadanía es militancia social como destinatario y como actor y vigilante de la sociedad y del poder. Esa pertenencia supone derechos, dijimos y especialmente un espacio reconocido que contiene aquellos que los griegos resumieron en la trilogía de Isonomia, Isegoría e Isocracia. Hannah Arendt lo introduce desde una frase: “Nos hacemos iguales como miembros de una colectividad, en virtud de una decisión conjunta que garantiza a todos derechos iguales” (LAFER, 1988, p. 150).

La igualdad ante la ley es también un valor de Occidente. El sujeto nace libre e igual a los demás sujetos, pero fácil fue decirlo y mucho más difícil concretarlo, llevarlo a cabo. Los principios deben cimentarse, edificarse, construirse y preservarse y, esa es tarea ciudadana. La temática toca otro aspecto en el que las perspectivas son diferentes y tienen que ver con dos aspectos principalmente. De un lado, el concepto de derechos humanos que es, sin duda, el hallazgo y creación, más trascendente de la civilización que tenemos como occidental y cristiana; y del otro, la libertad del individuo que siéndolo y por ende, distinto y específico, está conectado a la comunidad a la que pertenece. La ciudadanía es un ejercicio de cada cual como uno y contextualizado con los otros y como todos.

Empero observamos actualmente que en muchas partes y, como resultado de la antipolítica entre variados problemas y fenómenos globales, propio de los influyentes giros y cada día más invasivos medios de comunicación y las redes sociales con la gravosa tendencia a hacer de la política un espectáculo para la desagregación societaria, se ha producido una separación no solo con el liderazgo sino de los parámetros constitucionales, éticos y democráticos causando un cuadro de desciudadanización y una conducta proclive a la anomia. La circunstancialidad anotada se ha visto recientemente en Europa y en Estados Unidos pero también por acá, por nuestros predios.

La política es señalada como culpable y sus actores como reos a todo evento, sin que nadie escape al cuestionamiento generalizado al que se le suman las noticias y reportajes insidiosos. La verdad es sustituida por la mentira, la tergiversación y la manipulación interesada. La prensa fue puesta a prueba y no solo le falló a ratos a la verdad sino que se le ha venido exigiendo que se atreva a desenmascarar la falacia.

Claro que en el teatro político destacan también, los representantes que generan desconfianza y decepción por doquier. Los políticos están y no siempre injustamente señalados, aunque tampoco es sano la presunción de deshonestidad para el oficio que se ha convertido en un posicionamiento común a todos.

La ciudadanía se intoxica y se retira o se deja llevar por la maniobra de la antipolítica que la quisiera de menos en menos cumpliendo su rol de contralor natural del poder, para servirle en su desvarío o, al político corrupto o a la falsedad que se le sutura al adversario de otrora y hoy enemigo manifiesto, al costo que sea necesario asumir.

Los partidos políticos nadan en las turbulentas aguas del descrédito y, los hombres destacados son presas de la ventolera diaria de los medios de comunicación y de las redes sociales que privilegian el día a día y se fascinan del morbo ligero y maledicente. Aún recuerdo las palabras que, en una situación parecida, dijo el presidente de Francia, François Mitterrand, en el funeral del primer ministro suicida Pierre Beregovoy, honesto y discreto ciudadano, receptor de una campaña de imputaciones que lo afligió y desfiguró sin pruebas de lo denunciado y que evoco así: “Ninguna explicación justificará que se haya librado a la jauría el honor de un hombre y finalmente su vida, al precio de una doble falta de sus acusadores a las leyes de la república, esas que protegen la dignidad y la libertad de cada uno de nosotros”.

La IV república francesa se degolló a sí misma, habituándose a prevalecer en la batalla política sobre los cadáveres de otros políticos o representantes, a los que se llenó de denuestos con o sin elementos veraces y verificables y, con la mera especulación como instrumento. Mismo sonido de campana en Venezuela con una secuencia diferente acá que ultimó a la institucionalidad y al presente y futuro poniéndolos en manos de ineptos, mediocres, cínicos y regresándonos a la deletérea forma autocrática que ha significado el chavismo, madurismo, militarismo, castrismo al siglo XIX en apenas dos décadas y a la ruindad absoluta.

Pero allá; tenían una reserva llamada Charles De Gaulle, un hombre fuerte, prestigioso, a ratos autoritario pero a su manera humilde y dispuesto a rendir cuenta o a entender cuando su liderazgo marchitaba y llegaba el momento de partir fue capaz de perder una consulta popular y tomar su maleta y su perro e irse a su casa de campo dejándoles a los ciudadanos su magistratura.

Aún así, la evolución de la denominada V república francesa ha visto una vez más cómo se juzga severamente a los servidores públicos y a veces es cierto con razón, pero, en líneas generales, con tantos controles y el escrutinio público encima de ellos, más bien se les trata como sospechosos y no como inocentes hasta que se pruebe lo contrario.

La que llamaron así en Venezuela, la república liberal democrática, con buenos números y bienestar, fue desestimada y la democracia atrabiliaria se trajo a un militar cuyo atractivo fue, haberse levantado contra un presidente electo, haber fracasado y dejado una estela de muertes y destrucción y promovido, financiado y alentado por las oligarquías contra las advertencias de los estudiosos e intelectuales que lo vieron como lo que terminaría siendo, un caudillo inepto e insensato. La ciudadanía inducida compró en esa taquilla seducida por las marquesinas de un discurso de odio y el cálculo de los trepadores de ocasión. El resultado ya lo conocemos y seguimos padeciendo groseramente y todos, aun no votando por el felón, fuimos partícipes de ese error garrafal.

La justicia falló cuando debió; en todas partes también, ejercitándose, venir en auxilio de la virtud y la verdad donde quiera que ellas se alojasen, pero se exhibe inficionada de ideologismo y relativismo que se constituyen en los contaminantes omnipresentes de este período que aflige al ideal republicano y democrático con el que después de la segunda guerra mundial se venía trabajando y con confianza en actores e institutos.

En efecto, no seremos ingenuos al examinar lo que acontece en Estados Unidos y el afán del presidente Trump de captar para su corriente o su personal simpatía, a los miembros de la suprema corte y asegurarse una empatía con la mayoría de los jueces, “por si las moscas” diríase coloquialmente en Venezuela. Mal ejemplo a mi juicio y sobre el tema del aborto, el católico Biden también deja que desear.

En resumen; la democracia y la institucionalidad universal que tuvimos y como un fruto de la inteligencia y la prudencia para la fortuna del ser humano, cosechado después de la última guerra mundial, sembrado con el humanismo y el arrepentimiento y el horror que supuso la experiencia nacional socialista y también la soviética, aunado a una organización internacional emergente seria y esperanzadora, se han venido a menos y constituyen el rostro de una crisis profunda de valores espirituales, éticos y morales que nos hace peligrar no solo como modelo civilizatorio sino como especie inclusive.

¿Cómo no reconocer y reaccionar ante la evidencia del desastre ecológico y ambiental en curso? ¿Cómo puede negarse o ignorarse las evidencias del cambio climático y las consecuencias perniciosas que se nos echan encima? ¿Cómo puede admitírsele a un jefe de Estado un discurso o políticas que simplemente desconozcan esas realidades que anuncian ante todos, la necesidad de limitarnos y revisar las estrategias en materia de crecimiento económico y modos de producción y consumo? ¿Donde obra la consciencia de la humanidad y de los ciudadanos de todas esas latitudes concernidas y afectadas por la fatalidad del cambio climático y sus efectos?

La ciudadanía del mundo y la de los países en que eso tiene significado se han mimetizado peligrosamente y así, han dejado de controlar para devenir más bien como masas inducidas, irrogadas por una suerte de nuevos controles sociales, la nueva moda y confusos promotores del individualismo a ultranza y peor aún, confundiendo la libertad con el aislamiento y la convicción de que la ciudadanía son solo demandas de derechos e incluso más que eso pero sin asumir deberes ni militar en la necesaria autolimitación sin la cual corremos el riesgo del suicidio que implica el actual modo de vida a la postre.

En la fragua de esa mundología que comprende a Occidente esencialmente, Europa, América y Australia por citar en grueso pero con otras estaciones en Asia como Corea del Sur y Japón, mutatis mutandi, la digitalización y la cibernética se han fusionado de tal manera a la rutina societaria y, fundamentalmente, han abandonado el espacio público que ahora está siendo ocupada por el espectáculo y no por las ideas y la cultura, lo que termina dejando además al Estado a cargo y totalizándolo todo en su esfera que, plantea como el mismo Hobbes pero Thomas lo hizo varios siglos antes que, la seguridad es conceptualmente su razón y acomete en consecuencia para subordinarlo todo a ella.

La gestión del covid-19 prueba lo que comentamos aun en su brevedad y sencillez, mientras la potencia pública ocupa los asuntos públicos y privados para asistirnos en nuestra vulnerabilidad, la ciudadanía idiotizada se retira para disgregándose ser cada uno más libre o menos responsable ante y con y de los otros.

Yuval Noah Harari, en una entrevista reciente, advierte sobre esa dinámica en desarrollo y denuncia como una predicción apenas condicionada que “…el covid-19 puede originar el peor sistema totalitario que haya existido” (www.elconfidencial.com)

La ciudadanía está en jaque, asediada por sus propias inconsistencias diría yo y es un rasgo visible en buena parte del mundo. En el caso nuestro basta para inferirlo una revisión de nuestra historia desde 1998 hasta esta fecha, no olvidando que traer a Chávez en los hombros del pueblo en elecciones libres, seguras, secretas y transparentes como lo permitió la república liberal democrática y gracias a la antipolítica principalmente pero no únicamente, fue una torpeza inexcusable de la ciudadanía que, por cierto, luce enferma, se ha ausentado o pareciera resignada o quizás se reserva para mejor ocasión y cuanto margen hay para la especulación, pero como sea, que se recupere, que se restablezca, que aparezca porque nos hace falta.

La novedad no necesariamente es buena y la ciudadanía tiene a su cargo la difícil tarea de promover las reformas y cambios cuando realmente de su madurez derive su pertinencia. La ciudadanía necesita dirigentes que la interpreten pero, no que se sustituyan en ella. Sobre todo, debe cuidarse de los demagogos y populistas, pero eso es lo más difícil, lo admito.

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@nchittylaroche

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