Lo que se venía advirtiendo desde hace semanas y meses ya es una patética realidad: el tinglado electoral ruso-nicaragüense, por darle un nombre a un modelo cada vez más en boga dentro de los regímenes autoritarios de nueva estirpe, ya está en pleno desarrollo en Venezuela. La inhabilitación de candidatos, el impedimento de usar los tarjetones a grupos políticos legales, y la persecución y encarcelamiento de dirigentes, entre otros numerosos usos, abusos y arbitrariedades, constituyen el orden del día en la aún incipiente campaña electoral venezolana. No es una novedad, cierto, pues realmente ya en las presidenciales de 2018 se implementó, pero con una diferencia que sin duda puede ser determinante: en aquella ocasión la oposición se abstuvo.
Además de este importante detalle -que mortifica a diario al comando electoral “revolucionario”- basta apenas realizar un somero examen para entrever las grandes diferencias que hay entre el momentum económico, político y social de Rusia y Nicaragua en los últimos años y el de nuestro país, permitiéndonos deducir que las cosas en esta parte de la América meridional son más complejas, al punto que dan pie para pensar que pueden desarrollarse derroteros distintos.
En efecto, las economías tanto del país centroamericano como del país eslavo, pese a padecer variados inconvenientes en los últimos años, están lejos de tener los rasgos catastróficos de la venezolana, con su brutal retroceso de un 80% del PIB en la última década, y con el no menos pernicioso proceso hiperinflacionario; circunstancias que ayudan a entender -sin pretender caer en el reduccionismo económico- en alguna medida la sólida implantación de ese modelo basado en la eliminación de todo rasgo competitivo en los procesos electorales.
Ambos países, valga acotar, son economías mixtas donde el mercado y la empresa privada juegan un rol vital, y esto es bueno recordarlo porque ni Ortega ni Putin llegaron a identificarse en ningún momento con el irracional estatismo del socialismo del siglo XXI, con miles de empresas privadas arruinadas y centenares expropiadas (el astuto autócrata nica, desde que llegó al poder en 2006, hizo una entente con Cosep, el mayor gremio empresarial del país -algo así como nuestra Fedecámaras- y mantuvo un fluido intercambio comercial con Estados Unidos, al mismo tiempo que recibía las jugosas mesadas petroleras de Chávez).
La economía de Rusia, por su parte, pese a la avalancha de sanciones recibidas por parte de Estados Unidos y la Unión Europea desde que inició la guerra con Ucrania, ha sorprendido a tirios y troyanos al mantenerse en pleno crecimiento, y, al parecer -según información de fuentes occidentales- la calidad de vida del ciudadano medio no se ha visto afectada mayormente. Aunque esta es una materia complicada que hay que dejársela a los especialistas, es fácil suponer que esta resiliencia productiva se debe en buena medida a la versátil y oscura economía de ilícitos que ha ido construyendo Putin alrededor del mundo, y a la vitalidad del enorme sector gasífero y petrolero ruso (que, por cierto, nos sirve para confirmar, al igual que en el caso de Irán, que no hay sanciones que valgan cuando una industria petrolera es regularmente administrada -parafraseando hasta la mitad la famosa expresión de Rockefeller-; dicho sea esto para desmentir las infundadas explicaciones que da Maduro para excusarse de la ruina económica y social creada por sus insensatas políticas).
Además del determinante factor económico-social y sus secuelas (que en nuestro caso se manifiestan en una crisis humanitaria y en la migración de cerca de 8 millones de personas), el abordaje de la eficacia y pertinencia del modelo electoral ruso-nicaragüense en esta Venezuela madurocabellopadrinista, estaría incompleto sino hiciésemos mención a algunos rasgos particulares de la historia y cultura política de las naciones en discusión: históricamente, Rusia, tierra de zares por siglos, y después del comunismo soviético, ha carecido casi por completo de la tradición democrático-liberal, y Putin, justamente, lo que ha hecho es sepultar en sus dos décadas autocráticas los discretos pero valiosos avances que tanto Mijaíl Gorbachov como Boris Yeltsin habían realizado en tal sentido.
Nicaragua, por su parte, como la mayoría de los países latinoamericanos, tuvo desde su conformación como república independiente una historia marcada por los caudillos militares, y adentrada en el siglo XX, padeció una de las dictaduras más largas del continente, cuatro décadas de férreo mando y represión de la dinastía Somoza. Después del peculiar y corto tránsito de la revolución sandinista, los nicas tuvieron un período de tres lustros donde floreció, con sus bemoles, la democracia; pero desde 2006, Ortega inició su nuevo y largo período de dominio, consolidando progresivamente un régimen autoritario hegemónico, que por momentos parece, más que un régimen híbrido contemporáneo, una dictadura tradicional.
Venezuela, lo sabemos muy bien, no escapa de este designio de modos pretorianos. Pero las cuatro décadas consecutivas de civilidad y democracia que tuvimos a mediados y finales del siglo XX, han dejado una impronta que permanece más viva que nunca, y que explican seguramente por qué a estas alturas las expectativas de una transición en el país siguen siendo altas, pese a la burla recurrente de los Acuerdos de Barbados por parte del régimen.
El altísimo apoyo que mantiene María Corina Machado, así como la firme disposición del electorado de endosar la candidatura de la profesora Corina Yoris o de cualquier otro eventual sustituto que ella señale -como lo indican los distintos estudios de opinión- demuestran que, al menos hasta el momento, la desesperanza y la desazón no han permeado en las mayorías; mala noticia, sin duda, para las élites mafiosas que han conducido a un estado de devastación al que fue uno de los países más prósperos del mundo durante el siglo XX.
Dejando a un lado el espinoso tema de la alternativa de Rosales, la estrategia de María Corina de mantener sus aspiraciones -o en su defecto, la de Corina Yoris- “hasta el final”, esto es -como ella misma lo ha aclarado- hasta una fecha, si fuese necesario, cercana al límite legal para realizar las sustituciones, luce acertada, porque implica crear una creciente presión al régimen tanto en lo interno como en lo internacional para que regrese al proceso de transición y respete la Constitución y las leyes, y en definitiva, la voluntad popular a expresarse en las urnas.
Probablemente esta presión llevaría a precipitar los desencuentros dentro del bloque en el poder -desencuentros silentes pero que ahí están, y si no recordemos esa primera gran fractura que ha significado la purga de El Aissami y sus seguidores-, así como a perder el apoyo de sus aliados de la izquierda regional e internacional, como puede verse con las fuertes críticas de Lula, Petro y Mujica; persuadiéndole así a entrar en el diálogo y la deliberación propia de las democracias verdaderas. Esto, obviamente, debe ir acompañado de concesiones concretas para bajar los costos de salida, principalmente todo lo que tiene que ver con garantizar al chavismo y sus principales líderes una plena beligerancia política.
Pero todo esto no es más que un cuadro hipotético. Las fuerzas democráticas no pueden bajar la guardia. El gobierno sigue dando señales de que no quiere abandonar el poder bajo ninguna circunstancia, y eso se traduce, previsiblemente, en una intensificación de la escalada represiva que ya viene rodando, y cuyo último punto grave fue la detención y persecución de la plana mayor de Vente Venezuela.
A este respecto es sumamente preocupante la propuesta de una Ley antifascista -promovida ¡qué paradoja! por ídem- que puede convertirse en el más importante golpe contra la democracia en los últimos años, permitiendo con toda probabilidad la estigmatización y despojo de los derechos cívicos y políticos por simplemente profesar determinada ideología o querer emitir libremente sus opiniones. Este instrumento, desde ya, debe ser denunciado sistemáticamente en los foros regionales e internacionales más importantes.
@fidelcanelon