Por motivos muy variados, la victoria de Lula da Silva ante Jair Bolsonaro suscitó grandes expectativas dentro y fuera de Brasil. El fin de una gestión iliberal, plagada de ataques a la democracia y de un marcado sesgo autoritario era una excelente noticia. En el plano internacional, la vuelta de Brasil al mundo supondría la recuperación de una potencia regional y un actor global relevante, capaz de grandes gestos en un contexto geopolítico necesitado de actitudes ni beligerantes ni maniqueas.
Entre sus opciones, Lula podría facilitar la reincorporación de Brasil a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y, al tiempo, aportar racionalidad a la deriva cainita de la integración regional. O dar un giro de 180º al negacionismo de Bolsonaro frente al cambio climático, mejorando la preservación de la Amazonía. Ello permitiría, simultáneamente, cerrar la interminable negociación entre la Unión Europea y Mercosur.
Donde el regreso de Lula generó en su día, ya muy lejano, grandes esperanzas fue en lo relativo a la invasión rusa. Sin embargo, durante la campaña electoral el candidato se encargó de desvelar sus sentimientos al mostrar su escasa empatía con Ucrania y Volodimir Zelenski, al que hizo tan responsable del conflicto como a Vladimir Putin.
Pese a querer presentarse como el campeón de la neutralidad, interesado en buscar la paz, al equiparar al agresor con el agredido cerró las puertas a cualquier mediación responsable. Detrás de sus afirmaciones está el exministro Celso Amorim, su principal asesor internacional, que insiste en aplicar recetas del pasado. Lo dramático es que ni el sucesor de Marco Aurelio García ni el propio Lula se han percatado de cuánto ha cambiado el escenario mundial desde su anterior paso por el poder.
La máxima aspiración del “nuevo” Lula es diferenciarse de Bolsonaro, aunque en lo referente a Ucrania sus posturas son similares. Días antes de la invasión Bolsonaro visitó a Putin. Y si bien el expresidente condenó a Rusia en la ONU, fue incapaz de dar un paso más: ni acompañó las sanciones occidentales contra Putin ni se sumó a ninguna medida de respaldo a Ucrania. Lula sigue en lo mismo, negándose a vender armas rusas y munición alemana para los carros de combate Leopard, vitales para la defensa ucraniana.
También recibió al ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov, que en Brasilia justificó la “operación militar especial” (eufemismo por invasión) de Putin con los mismos argumentos de desnazificación, defensa de la minoría rusa o protección de las fronteras de su país ante el creciente expansionismo de la OTAN.
Bolsonaro se mantuvo como un miembro vital de los BRICS, pese a la presencia de Rusia y China, política en la que el actual presidente persevera. No solo eso, ha colocado a Dilma Rousseff al frente del Banco de los BRICS, en Shanghái, y el inicio de su gestión coincidió con la gira de Lula por China, incluyendo sus declaraciones contrarias a la UE y a EEUU junto a Xi Jinping. Curiosamente, Bolsonaro y Lula justificaron su neutralidad en el conflicto en la gran dependencia de los fertilizantes rusos.
Siendo esto cierto, también hay que recordar la prácticamente nula voluntad política de buscar vías alternativas de abastecimiento. Con mayores dificultades, la UE disminuyó su dependencia energética de hidrocarburos rusos (gas pero también petróleo).
Uno de los argumentos más utilizados por Brasil es la distancia ante una guerra lejana que no les atañe, donde lo más sencillo es ser neutral. La idea es más relevante si se considera que EEUU y China tienen posturas no coincidentes sobre el conflicto y si bien no están abiertamente enfrentados en torno al mismo, lo mejor es no molestar a nadie.
De alguna manera esto recuerda la posición de Leopoldo Calvo Sotelo, presidente del Gobierno español, durante la Guerra de las Malvinas. En una visita al Campo de Gibraltar los periodistas le preguntaron si respaldaría a Argentina y señalando al Peñón respondió: es un problema “distinto y distante”. Con, Brasil y Ucrania ocurre lo mismo: es un problema distinto y distante. Si bien Lula ha hecho declaraciones contundentes insistiendo en que quiere la paz y trabajar por ella junto a otros aliados, la cuestión es: ¿cuán creíble y realizable es esto?
También se podría argumentar que lo que cuenta es la impronta tradicional de Itamaraty, su política nacionalista, proteccionista y obsesionada por convertir a Brasil en un actor global relevante, con un asiento permanente en el Consejo de Seguridad. Para ello nada mejor que una efectista política de gestos. La pacificación de Ucrania sería un mensaje potente, que no solo le valdría a Lula el premio Nobel de la Paz, sino también la ansiada membresía en el Consejo de Seguridad.
Por eso Brasil necesita hacer creíble su discurso y mostrar su equidistancia entre Washington y Pekín, acercándose a la UE y cerrando definitivamente el Tratado de Asociación con Mercosur. En su reciente visita a Portugal y España, Lula debió retractarse o matizar buena parte de sus polémicas afirmaciones en China sobre Ucrania y Zelenski y presentarse como un ferviente partidario de la paz. Pero, su mayor problema al mantener objetivos tan ambiciosos es que, por ahora, ninguno de los bandos tiene los incentivos necesarios para sentarse a negociar. En el caso ucraniano, con parte de su territorio invadido por Rusia, es difícil, por no decir imposible, justificar lo ocurrido con figuras retóricas.
Artículo publicado en el diario Clarín de Argentina
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